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Carlos Aganzo

El Avisador

Titirimundi: retablo segoviano

Segovia es una ciudad permanentemente dispuesta para el paseo. Lo mismo en las tardes de verano, cuando el cielo vira lentamente del azul al negro, cobrando tonalidades imposibles, que en las mañanas de invierno, cuando el frío serrano parece seguir acechando los pasos de don Antonio Machado por la cuesta de los Desamparados. Hay, sin embargo, dos épocas del año muy especiales, en los que la ciudad del Alcázar y del Acueducto vibra con un bullicio y una alegría difíciles de superar: en septiembre, cuando sus calles se pueblan de escritores y artistas giróvagos llegados al reclamo del Hay Festival, y ahora en primavera, con cada nueva edición de Titirimundi. Es entonces cuando te das cuenta de que el destino de las ciudades Patrimonio de la Humanidad debería ser ese: servir de escenario permanente para la magia y la alegría de vivir las cosas de una manera distinta.

«Yo y mi compañía –escribe Federico García Lorca en el arranque de ‘Los títeres de cachiporra’– venimos del teatro de los burgueses, del teatro de los condeses y de los marqueses, un teatro de oro y cristales, donde los hombres van a dormirse y las señoras… a dormirse también; Yo y mi compañía estábamos encerrados. No os podéis imaginar qué pena teníamos. Pero un día vi por el agujerito de la puerta una estrella que temblaba como una fresca violeta de luz. Abrí mi ojo todo lo que pude (me lo quería cerrar el dedo del viento) y bajo la estrella, un ancho río sonreía surcado por lentas barcas». Este espíritu luminoso, que preside la inauguración de la ‘Tragicomedia de don Cristóbal y la señá Rosita’, farsa guiñolesca en seis cuadros y una advertencia, sigue absolutamente vigente con cada nueva edición de Titirimundi en Segovia, si bien aquellas ceremonias domésticas, casi íntimas, que tanto le gustaban al autor de ‘Romancero gitano’ se combinan hoy con un nuevo concepto del mundo del títere que va más allá, mucho más allá, del juego eterno de las marionetas, el teatrillo y los actores escondidos detrás de las cortinas. Sombras chinescas, acrobacias, increíbles juegos visuales, danzas o artilugios sofisticados conviven aquí con los espectáculos de siempre: manos que se convierten en personajes alucinantes, máscaras, muñecos que se mueven con hilos o los viejos y adorables, aunque quizás un poquito histriónicos, títeres de cachiporra. Decenas de propuestas diferentes para terminar contando esa historia que fascina a los niños, encandila a los mayores y mueve a miles de personas a pasear por las calles de una ciudad convertida en la escenografía de un sueño.

Segovia, tan acostumbrada a prodigios como el de San Frutos, que pasa cada año una nueva página de su libro de piedra, o como el de María del Salto, que partió judía antes de arrojarse por las Peñas Grajeras y llegó al suelo cristiana tras haberse encomendado a la Virgen, se prepara ahora para vivir historias maravillosas surgidas desde los cuatro puntos cardinales del planeta, en un alarde de imaginación y de arte. Siempre con la fantasía como recurso para traspasar los límites de lo cotidiano, pero siempre también con esa verdad profunda que movió al bueno de Don Quijote a no dejar títere con cabeza en el retabillo de Maese Pedro. Dicho con sus propias palabras: «Real y verdaderamente os digo, señores que me oís, que a mí me pareció todo lo que aquí ha pasado que pasaba el pie de letra: que Melisendra era Melisendra, don Gaiferos don Gaiferos, Marsilio Marsilio, y Carlomagno Carlomagno». Como la vida misma.

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