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Jorge Praga

Hoy empieza todo II

Autoplagio de Bertolucci

 

En ‘Targets’, el remoto debut de Peter Bogdanovich en 1968, el personaje del director cinematográfico que interpreta él mismo agarra una noche una aceptable borrachera que le deja la mente enfangada, pero también atravesada por un repentino rayo de luz: “Todas las grandes películas ya han sido hechas”, proclama con una frase que paraliza el futuro. De vuelta a la vida real, el propio Bogdanovich se encargó de negar la frase con su formidable ‘The Last Picture Show’. Pero algo de esa sentencia vuelve a tomar sentido cuando se repasa la filmografía de Bernardo Bertolucci, cuando se dobla su mitad y se lanza la vista atrás.

El arranque de Bernardo Bertolucci tuvo toda la fuerza juvenil del que llega mirando hacia delante, engarzado a una época de masas esperanzadas, de ascenso electoral del partido comunista italiano, de transformaciones imperativas en la historia leída por el materialismo dialéctico. Con 21 años dirige su primera película, la pasoliniana ‘La commare seca’, y con 23 deja una obra cuya fortuna comienza en el título: ‘Prima della rivoluzione’. Al poco llegarán ‘La estrategia de la araña’, ‘El conformista’, y por fin en 1972 la sacudida de ‘El último tango en París’. Con 31 años Bertolucci ha agotado su caudal, ha exprimido el horizonte de revolución social, artística y sexual, ha viajado de Marx a Freud y ya es el joven extinguido al borde de su juventud, el artista que estalla con tanta prontitud como intensidad para luego difuminarse.

Aquel cine de los sesenta urgente y fresco, rodado en presente, es hoy en día inaccesible para las generaciones que lo amamos. Y no por las dificultades de visionarlo, difuminadas en la era de Internet si se aceptan sus pobres condiciones de proyección, sino por la herida definitiva que dejó en nuestros ojos. Es un cine ya visto, sentenciado, al que las nuevas visitas nada suman. Es como volver sobre las primeras películas de Godard, Rivette o Resnais (las de Truffaut son otra cosa), definitivamente atadas a un tiempo y a unos ojos lectores, un círculo que tal vez solo puedan romper (y acaso desmitificar y destruir) una nueva ola de espectadores con energía virginal.

Bertolucci sabe de ese período concluido cuando culmina ‘El último tango en París’. Todas las grandes películas de su generación ya han sido hechas. ‘Novecento’ lo prueba, aunque su primera media hora sea grandiosa. A partir de ahí solo queda despedirse de su tiempo (‘L’addio a Enrico Berlinguer’), el turismo exótico (Buda,la CiudadProhibidade Pekín, el desierto de Paul Bowles), o el turismo interior de ‘Los soñadores’, un retorno al pasado tan imposible como el que remata el último plano de ‘La estrategia de la araña’, cuando el protagonista descubre que las vías del tren en el que ha vuelto a su pueblo están sepultadas bajo la hierba del tiempo.

‘Los soñadores’ es algo menos que una reconstrucción de Mayo del 68, en la misma medida en la que ‘Los amantes habituales’ de Philippe Garrel es algo más. Es un tour turístico, un paseo sin riesgos por la vibración y la sangre de una generación, dirigido por un guía amoroso que recita su papel sin vivirlo. Conserva algunas espinas para que el vigor no muera del todo, esas experiencias iniciáticas que dejan heridas verdaderas, en las que los actores tiemblan con credibilidad y alcanzan al espectador, suficientemente halagado por la sucesión de fetiches que le envían desde la pantalla. Si durante la proyección alguien se molesta en ir anotando nombres y homenajes no llegaría a ver casi nada, tal es el torrente de músicas de la época, de manos sujetando libros que todos acariciamos o gozamos, y sobre todo de imágenes que literalmente doblan las de la propia película, ficción sobre ficción. Si las grandes películas ya han sido hechas, dispongamos de ellas libre y gozosamente, que los protagonistas se suiciden comola Mouchettebressoniana, que disputen el récord del Louvre al trío de ‘Banda aparte’, que discutan sobre Keaton y Chaplin poniendo el ojo en sus imágenes predilectas. Que hagan lo que tantas veces hicimos los cinéfilos, competir por el amor de Rossellini, desenterrar a Jerry Lewis, abrirnos paso hacia la nuca de Jean Seberg. Nadie se resiste a esa bandeja de pasteles de los que bien conocemos su sabor, o creemos recordarlo, pues el primer dulzor nunca vuelve. Siempre es antes de la revolución, el único tiempo de siembra y avance. La mirada atrás de ‘Los soñadores’ se reduce a un dulce giro de cuello para avistar vestigios de una época concluida, en la que Bertolucci fue motor esencial e inseparable, y finalmente turista inofensivo y exquisito.

(publicado en “La sombra del ciprés”, suplemento de El Norte de Castilla, el 5 de noviembre de 2011)

 

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