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Jorge Praga

Hoy empieza todo II

Las armas del pensamiento y la cultura

Mohamed Bouazizi, aquel pobre tunecino que empapó sus ropas con gasolina en la mañana del 17 de diciembre de 2010, no podía sospechar ni remotamente que estaba siendo el centro temperamental de un tsunami que iba a derribar gobiernos. Un tsunami por unas cajas de peras y manzanas y siete kilos de plátanos que la policía no le permitió revender. Cuántos Mohamed Bouazizi habían muerto ya abrasados en su propia miseria e insignificancia, pero él tuvo la ocasión nada envidiable de ser el que colmara el vaso de la humillación.

Ha pasado ya casi un año. Los países descabezados caminan hacia un futuro incierto. Túnez ha celebrado las primeras elecciones, con el triunfo de los islamistas moderados de Ennahda. Vemos fotografías de una de sus líderes, Souad Abderrahim, vestida con elegancia a la manera occidental. Hace un año nadie se hubiera fijado en lo que los pies de foto se aprestan a señalar: no lleva velo. Y es que en Túnez, y hace pocas semanas en Libia, y antes en los titubeos tras la caída de Mubarak, se oyeron muchas voces que reclamaban la presencia del Islam en los nuevos regímenes, de la sharía como inspiración de sus leyes, de la búsqueda de la identidad nacional en la tradición religiosa que las dictaduras habían debilitado. ¿Cómo llenar el vacío, que camino seguir?

Tal vez nuestra óptica occidental no sea la más ponderada para establecer juicios y consejos. Mejor recurrir como guía del tránsito de vuelta a las raíces a lo que ya vivió otro país islámico, Irán, cuando la monarquía del sha Reza Pahlevi fue barrida porla RevoluciónIslámicadel ayatolá Jomeini. Y tener como libro de ruta el que escribió una testigo de excepción, Azar Nafisi. Su visita a Valladolid para recibir el premio Gabarrón de Pensamiento y Humanidades ha devuelto a los escaparates su ‘Leer Lolita en Teherán’, crónica muy original y personal de la encrucijada que arranca en 1979, y que tantos paralelismos encuentra en la actualidad.

Azar Nafisi se adhirió al movimiento revolucionario iraní en sus años de estudiante en Oklahoma. Los jóvenes iraníes debatían interminablemente, con el lenguaje de los setenta, sobre el centralismo democrático leninista o la lucha del Tercer Mundo contra el imperialismo, pero en alianza con el esfuerzo y la pureza revolucionaria se empezó a ver negativamente el alcohol, cierto tipo de música, o que las chicas llevaran el pelo largo y suelto. Una deriva sutil que Azar Nafisi encontró reforzada cuando volvió a Teherán en1977 abuscar trabajo como profesora de literatura anglosajona, y que estalló cuando a principios de 1979 el sha Reza fue derrocado y el ayatolá Jomeini volvió de su exilio en París. Azar Nafisi dedica páginas muy penetrantes al arrinconamiento progresivo del laicismo, a un cambio del que en esos tiempos tan agitados no se preveía su alcance, y entre otros muchos casos señala el siguiente ejemplo de alianza revolucionaria: un día, en un mitin en la universidad de Teherán, oyó hablar a una profesora de Historia muy conocida por su filiación izquierdista, que ante una multitud atenta proclamaba que “para salvaguardar nuestra independencia, estaba dispuesta a llevar el velo. Llevaría el velo para luchar contra los imperialistas americanos, para demostrarles…”, ¿para demostrarles qué?, se pregunta sin respuesta la escritora.

Ya se conoce sobradamente lo que sucedió después, con el triunfo de la facción más ortodoxa e intolerante de los islamistas, la imposición de sus leyes y su ideología, y la permanente tortura y humillación que tuvieron que soportar mujeres como la escritora, siempre sospechosas, siempre molestas, en definitiva siempre culpables. Solo le quedaba un refugio seguro a Azar Nafisi, el de las páginas de la literatura que amaba: Nabokov, James, Austen, Fitzgerald. Con cada nombre cubre los capítulos del libro, y en la prosa brillante y multicolor de cada uno envuelve su gris realidad. Pero no es una vía escapista, una huída hacia inertes paraísos literarios. Al contrario, trata de proyectar esas obras que analiza sobre su aire cotidiano, mezclar los enredos de ‘Orgullo y prejuicio’ con los que le cuentan sus alumnas o la sabia ambigüedad de Henry James con las voces monocolores que se van imponiendo en el régimen. La finura del paralelismo y la imbricación mutua entre ficción y realidad culmina en las páginas en las que Azar Nafisi, harta de las amonestaciones que recibe por la lectura en sus clases de ‘El gran Gatsby’, decide sustituirla por un juicio en el que Gatsby sería el acusado y los alumnos formarían la defensa, la acusación, el jurado y el público. La gran literatura aterriza con todas las consecuencias en las aulas, se ciñe a la realidad, la orienta y la guía:

“Cuando salí del aula aquel día no les dije lo que estaba empezando a descubrir: que nuestra suerte se parecía mucho a la de Gatsby. Él quería realizar un sueño repitiendo el pasado, y al final descubre que el pasado estaba muerto, que el presente era una farsa y que no había futuro. ¿No se parecía a nuestra revolución, que había llegado en nombre de un pasado colectivo y estaba destruyendo nuestra vida en nombre de un sueño?”

Tras sucesivas expulsiones de su puesto de profesora en varias universidades iraníes, Azar Nafisi abandonó el país en 1997, cansada y harta, pero nunca vencida. Y con un propósito claro: “Escribir un libro en el que pudiera dar las gracias ala RepúblicaIslámicapor todo lo que me había enseñado: a amar a Austen y James, el helado y la libertad”. Hoy este libro se hace actualidad en esos países que tantean el encaje de la cultura árabe con el cambio de régimen. Pero también convendría avistar su posible futuro desde el presente de la revolución iraní, un presente siempre represor, y extraordinariamente belicoso hacia el exterior, tanto que parece que el presidente Ahmadineyad tiene en la boca una máxima de Jomeini que estremecía a la escritora: “¡Cuantos más muramos más fuertes seremos!”.

Pero es de nuevo el arte narrativo el que mejor refleja la sórdida realidad del país, y en especial el trazado por sus películas, llenas de prestigio y premios. En estos días hemos podido ver uno de sus mejores frutos, ‘Nadir y Simin, una separación’, de Asghar Farhadi. Su narración se ciñe a la vida cotidiana en una anécdota doméstica, la disputa de un matrimonio en dificultades con la asistenta que han contratado para cuidar al anciano padre. La ejemplaridad de la película reside en cómo es capaz de extraer de esa trifulca una penetrante visión de la sociedad iraní actual, una sociedad que tras treinta años de régimen ultraortodoxo está formada por seres amedrentados y miedosos, acostumbrados a mentir y a buscar su pequeño beneficio; seres envilecidos, humillados una y otra vez. Nadie escapa a ese gas que a todos envuelve y envenena. “Así era el franquismo”, dijo un espectador al salir de la proyección, y otro recordó las obras maestras que realizó Luis García Berlanga en las que oblicuamente se reflejaba la sordidez de aquellas vidas y la lucha pícara y desesperada para seguir adelante. Solo el humor, el humor negro de ‘Plácido’ y ‘El verdugo’, separa estas obras de la de Asghar Farhadi.

El arte como luz y guía de la realidad en marcha. Ese fue el camino que siguió con tenacidad Azar Nafisi, y es también el que trazan día a día los cineastas, aunque acaben con una condena de seis años de cárcel como el director Jafar Panahi, o a recibir noventa latigazos como la actriz Marzieh Vafamehr. La escritora lo dejó bien claro en su última visita: “Occidente siempre espera a que las gentes se maten, como en Libia, para actuar. ¿Cuántos iraníes tienen que morir para que apoyen a la sociedad iraní? No queremos que lo hagan con armas, sino con libros, con departamentos de humanidades… No hay mejor arma que el pensamiento y la cultura”.

                              (publicado en “La Sombra del Ciprés el 3 de diciembre de 2011)

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