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Jorge Praga

Hoy empieza todo II

Recuerdos para el tiempo futuro


Decía Evelyn Waugh que solo cuando se ha perdido toda curiosidad por el futuro llega la edad de escribir las memorias o la autobiografía. En la reciente ceremonia de los Oscar se ha premiado a dos películas que han dirigido su cámara hacia los primeros tiempos del cine. Una, ‘The artist’, la más galardonada, lo hace con decisión absoluta y monocromática encarnándose en una cinta muda, y adhiriéndose además a los hechos que más lágrimas provocaron a esa etapa, la llegada del sonoro que la liquidó para siempre, a pesar del empeño de Michel Hazanavicius: para siempre. Y la otra, ‘La invención de Hugo’, vuelve sobre nombres capitales del nacimiento del cinematógrafo, bien que envuelta en una potencia estereoscópica de la imagen que, aunque soñada desde el siglo XIX, solo muy recientemente ha llegado a las pantallas.

¿Es el cine que alcanza su ancianidad y que, como Hal, el ordenador de ‘2001, una odisea del espacio’, recuerda las canciones de su infancia antes de culminar su agonía? ¿O es, más sencillamente, una recuperación de las fuerzas labradas en el pasado para encarar el futuro, un futuro abierto a las nuevas tecnologías y a su público renovado?

“El tiempo no ha sido amable con las películas viejas”, dice un personaje de la película de Martin Scorsese. La parte industrial del cine nunca ha tenido miramientos con la ya explotado y consumido. Que se lo digan al ahora homenajeado Buster Keaton, que desde finales de los veinte se quedó más de treinta años como recuerdo borroso y protagonista extraño de un poema de Rafael Alberti. Pero en la otra cara de esa desmemoria encontramos que ningún arte, salvo tal vez la cercana fotografía, tiene una documentación de partida mejor conservada que el cinematógrafo: la prehistoria de sus artilugios, el feliz día de los Inocentes de 1895, las cintas de Edison con su kinetoscopio, la disputa por el invento de los hermanos Lumière y los hermanos Skladanowski… Otro asunto es la profundidad a que reposan esos vestigios, y quién se ocupa de mantenerlos con vida y circulación. El bastardo cinematográfico nunca ha merecido los honores de la planificación educativa. Quien quiera saber de él debe realizar un curso totalmente autodidacta. Y aunque hoy en día Internet hace de gran memoria del universo, ya sabemos que es una biblioteca sin bibliotecario, según la temida pesadilla borgiana. Así que volver sobre alguno de los nombres ilustres de los comienzos adopta tintes de operación rescate.

La mirada hacia atrás de Scorsese se detiene en Georges Méliès, que dejó de hacer cine hace cien años, y no por el estallido dela Gran Guerra, como se dice en la película, sino por la triunfante competencia de nuevas formas de narración y negocio. Su triunfo fue tan fulminante como su arrinconamiento, pero no le cubrió el olvido porque el cine se siguió haciendo con sus descubrimientos y logros. Así que cuando alguien le reconoció quince años después del cierre de sus estudios tras el mostrador de la tienda de chucherías que su mujer tenía en la estación de Montparnasse, fue fácil envolverlo en homenajes y visitar su cine, lo mismo que ahora hace Scorsese volviendo a localizarlo, cien años después de su primera desaparición, en el mismo mostrador.

Los homenajes tienen a veces tanto de buena voluntad como de humo pasajero. Por la película de Scorsese desfilan como citas fulgurante imágenes y artefactos pioneros, además de apariciones de Django Reinhardt, Charles Chaplin, James Joyce, Judex o Harold Lloyd. Con esa levedad apenas si da tiempo a percibir la extrañeza que siempre transmiten las primeras cintas de los Lumière, agitando la desorientación del espectador sobre el estatuto de realidad de una locomotora (la brillante secuencia del ferrocarril saliéndose de la vía y estrellándose contra la fachada de la estación ha desempolvado la fotografía real del hecho).

El mundo de Méliès es mostrado por la cámara que franquea la entrada de su estudio acristalado de Montreuil, donde elaboró la mayoría de sus producciones. De repente el universo plano que domina en sus imágenes se multiplica con la nueva tridimensionalidad, las peceras que bañaban las escenas acuáticas con una simple superproducción se separan de actores y decorados y dejan ver el truco rudimentario, como también le sucede a la parada de cámara, la añagaza con la que los cuerpos de los lunáticos estallaban  en cuanto se les atizaba con un paraguas. Pero detrás de estas anécdotas, traídas con amor, se esconde la asombrosa y perdurable potencia de Méliès, que no es otra que el aterrizaje de la magia y la metamorfosis en su universo, dotado ya para siempre de las leyes físicas que antes simulaba el mago con sus trucos en el escenario del teatro Robert Houdin. Ahora las damas desaparecen de verdad, las cabezas se separan de los cuerpos, se multiplican para encaramarse en las corcheas de una partitura silenciosa. La pantalla funda su propia realidad, su tiempo enroscado y su espacio sin gravedad, y el espectador adicto volverá una y otra vez a instalarse en ese mundo desafiante.

Esa ambición demiúrgica es el gran legado de Méliès, renovado siempre que se contempla una de sus obras, en las que también se advierte la causa de su fracaso y posterior ruina, que no es otra que su incapacidad para poner sus prodigiosos recursos al servicio de una narración que los absorba, objetivo que sí alcanzó el cine americano culminado en Griffith. Viendo ahora a Méliès en 3D, es inevitable trasladar a Scorsese los interrogantes de la primacía de la narración sobre sus mimbres, de la mutua articulación. Y tal vez las reflexiones que suscita Méliès no deban ser ajenas al examen del 3D, tirón repentino de taquilla al tiempo que obstáculo innegable para recursos tan necesarios como la percepción del encuadre, la puesta en escena, la escala del plano o el fuera de campo. Preguntas urgentes para un futuro que llega a lomos de la veloz locomotora que emprendió su viaje en 1895.

(publicado en “La sombra del ciprés” el 3 de marzo de 2012)

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