Hay libros que piden ser consumidos con rapidez, urgido el lector por su trama galopante y facilitadas las líneas en la levedad de su construcción o sus horizontes. En no pocas ocasiones esa velocidad de deglución es directamente proporcional a la capacidad de su olvido. Por el contrario, caen a veces en las manos obras que se demoran página a página, que nos acompañan por los recovecos del día sin que las páginas pidan grandes avances, y que luego tienen su lugar de privilegio en la mesita de noche, en el silencio postrero del día. Obras que tardan en abandonar nuestra cercanía, que se resisten a trepar al orden clausurado de los estantes de la biblioteca. Obras que difícilmente se cierran ni agotan su caudal.
De estas últimas es, con rotundidad, ‘Historia menor de Grecia’, escrita por el ovetense Pedro Olalla con el conocimiento que sobre la cultura griega mostró en libros anteriores, y también en su labor de cineasta y fotógrafo. Residente en Grecia desde 1994, es además un activo internauta en defensa de su país de adopción en los temibles tiempos que le está tocando vivir. El adjetivo “menor” que singulariza el título se delimita prontamente en la obra con los testigos convocados para abordar una buena relación de encrucijadas históricas. Son testigos laterales o anónimos en algunas ocasiones, y en cualquier caso dibujados en los pequeños detalles de su cotidianeidad sin renunciar a los eventos recordables que quedan al otro lado de su mirada. Pedro Olalla subtitula su obra “Una mirada humanista sobre la agitada vida de los griegos”, y es precisamente ese humanismo el que le sirve de guía para atrapar aquí y allá figuras y geografías en lucha por conservar y fomentar los valores éticos y ciudadanos forjados enla Greciaclásica: la confianza en el hombre como ser capaz de orientarse hacia lo bueno, bueno para él y los demás; la lucha contra la ignorancia y los prejuicios; el desdén hacia el autoritarismo; el rechazo al oscurantismo de personas o ideas.
Este hilo ensarta fragmentos discontinuos de apenas un par de páginas, que arrancan con un aedo que da vueltas a la idea de trasladar las sonidos de su canto épico a los trazos de la palabra silenciosa en la escritura. Y con zancadas medidas avanza por los años claves del helenismo, siempre bajo esa mirada oblicua que nos trae los ecos del discurso de Pericles tras la guerra con los espartanos, o el rumor del manantial de las Ninfas que envuelve el diálogo de Fedro con Sócrates en pos del nombre adecuado para quien busque la verdad en libertad. En cada fragmento renace una ciudad, una fecha agitada y recorrida por sucesos o palabras que no se han olvidado, para lo que el autor reúne al final de cada entrada la bibliografía de partida.
Pero sucesos y personajes no se reducen al helenismo primigenio, ni en fechas ni en lugares. Ese núcleo del comienzo no cesa de expandirse y anotarse en la obra, y sus páginas saltan prontamente al nuevo orden del Imperio Romano, al cristianismo en la voz de Pablo de Tarso predicando en Atenas, al renovado auge de Constantinopla, a la amenaza de los godos sobre Roma conjurada por una carta inolvidable, a la llegada a China de los misioneros de Daqin, al exilio en Creta de musulmanes españoles, al esplendor expansivo de Venecia, en fin, a cualquier esquina donde resuenen los valores humanistas. Puede alcanzar a Valladolid en 1601, donde el chipriota Frankiskos Georgiu busca en la corte de Felipe III un empleo en las galeras que ponga fin a sus años de cautiverio, más de los que sufrió su vecino Miguel de Cervantes. O a Salónica en 1943, con el cónsul español Romero Radigales luchando por evitar la deportación y el exterminio de cientos de judíos sefardíes. A todos ellos va convocando Pedro Olalla en estas páginas que se abren con unos mapas imprescindibles para seguir la onda expansiva de esa esquina del Mediterráneo que baña con sus aguas helenísticas el norte de Alemania o el Reino Unido, los caminos del norte de África, las sendas que penetran por Turquía y llegan hasta los confines de China.
Una navegación inacabable, que culmina con los versos del aedo grabados en una copa recuperada en la isla de Ischia en 1955, tal vez el rastro más antiguo del alfabeto griego renovado en cada página de esta obra grandiosamente “menor”.
(publicado en “La sombra del ciprés” el 29 de septiembre de 2012)