A veces nos topamos con libros de viajes que no incitan al lector a repetir la experiencia encerrada en sus páginas, que más bien le alejan o le previenen sobre la geografía evocada sin dejar por ello de alimentar la fascinación. Para ese cruce contradictorio anoto ‘Tristes trópicos’ de Claude Lévi-Strauss, desde su célebre arranque: “Odio los viajes y los exploradores”. O ‘Ébano’, el registro ardiente de Ryszard Kapuscinsky sobre el África poscolonial sembrado de peligros. El viajero, el escritor de libros como estos, hurga sin escudo en civilizaciones tan alejadas que los puentes de vuelta quedan dinamitados, esos puentes necesarios para domesticar la experiencia y condensarla en guías de caminos seguros y, tal vez, artificiales o inexistentes.
El viajero. El viajero que parte sin poder calibrar el futuro y el alcance de sus pasos. Colin Thubron ya lo había encarnado en sus tremendas expediciones por Siberia, por Siria, por el Asia Central. Y en este libro da cuenta de su partida hacia una montaña del Tíbet, el Kailash, sagrada para religiones que suman la quinta parte de la humanidad, y que por ese carácter sacro permanece sin que ningún ser humano haya hollado su cumbre a6.714 metrosde altura.
Las razones por las que Thubron emprende este viaje lleno de dificultades climáticas, organizativas y hasta políticas (poco antes de realizarlo hubo fuertes protestas en el Tíbet contra la ocupación china, aprovechando la celebración dela Olimpiada de Pekín) no se explicitan en ningún momento. O dicho de otro modo, el propio libro es la explicación, el espejo donde el escritor se interroga y responde. “Hago esto por los muertos”, dice en las primeras páginas: su madre recientemente fallecida, su padre, su hermana enterrada cincuenta años atrás por un accidente en otra montaña. Muertos que van reclamando su recuerdo en las rendijas del camino como espejismos fugaces que conmocionan la escritura, pero que dejan casi todo el espacio para esa ruta que se inicia en un lugar remoto de Nepal que remonta el valle del río Karnali, salpicado de pequeños asentamientos corroídos por el atraso y las enfermedades. Thubron se deja llevar por otros que caminan o han caminado por donde lo hace ahora él, y que sí saben dónde quieren ir: al monte sagrado cuyo rodeo o kora les purificará, en medio de un paisaje recubierto por las narraciones míticas de varias creencias. Los dioses budistas mezclan allí sus biografías con los del hinduismo y con los de otras religiones más remotas como la bon, y entre todas tapizan de necesidad un paisaje terriblemente áspero y frío que cada poco aniquila algún peregrino insuficientemente protegido frente a los hielos y el mal de altura (la senda que circunvala el Kailash se eleva hasta 5.677 metros).
La prosa de Thubron está siempre atenta a la captura del paisaje, de la luz cambiante en una atmósfera de altura que extrema su nitidez. Pero su precisión y riqueza verbal nunca busca limar asperezas ni tampoco urdir magnetismos de atracción distintos a los literarios. Los caminos son extremadamente dificultosos, la altura deja sonámbulos a casi todos, y la cultura religiosa que envuelve a los peregrinos es inaccesible para la mirada occidental. Las religiones tal vez tengan un fondo antropológico común, pero en el tejido concreto de sus ritos y su carnalidad son irreconciliables. Thubron detiene de vez en cuando sus pasos en busca de apoyos históricos o mitológicos sin que por ello se alivie la extrañeza, una extrañeza que el lector debe notar en sus ojos como equipaje necesario en el trayecto, para sentirlo y padecerlo, para avanzar por esa senda budista en la que todo es prescindible. El viaje queda así desnudado en lo que realmente es, un tránsito con tan pocas agarraderas que se acerca a la desmesura del delirio, sin alivio de exotismos ni bellezas seductoras, pero conformador de una verdad íntima y misteriosa que nos convierte de lectores en cómplices sorprendidos, conmovidos, conmocionados.