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Jorge Praga

Hoy empieza todo II

Tiempo de la derrota y de la fábula

Cuando en 2004 se repuso en las pantallas cinematográficas ‘El espíritu de la colmena’, su director Víctor Erice publicó en El País un artículo, ‘El latido del tiempo’, que se abría con la siguiente pregunta: “¿Podrán mis palabras transmitir el latido del tiempo –postrimerías del franquismo, tierras de Segovia, un invierno muy crudo de hace ahora casi treinta y un años- en que esta película se realizó? (…) Además, ¿ese tiempo al que aludo es realmente el de 1973? No, ciertamente, al menos en la superficie de las cosas, ya que el relato que lleva ese título se sitúa en la primera década de nuestra posguerra; sí lo es, en cambio, desde un entendimiento del cine que permite considerar a toda película, independientemente de su anécdota argumental, como un documento de la época en que fue rodada.”

Cabe pues, con el permiso explícito del autor, considerar esta obra dentro del cine de las postrimerías del franquismo. Su óptica, sus condiciones materiales, su aliento, pertenecen a esos años bisagra en los que se empezaba a mirar hacia atrás con la libertad que puede otorgar el rodeo, la parábola, el apunte indirecto. En este caso no hubo problemas con la censura (el propio autor señala que, como no se encontró motivo para cortarla, se clasificó, según los moldes de la época, autorizada solo para mayores de 18 años). Y como las películas de Saura, Borau, y tantos otros, lleva en su mirada el largo túnel atravesado, la desolación, el temor de la sociedad.

Los primeros fotogramas de la película nos entregan mensajes temporales contradictorios: “Érase una vez…”, reza el título inscrito en la pantalla de cine dibujada por las niñas protagonistas para los títulos de crédito. “Un lugar de la meseta castellana hacia 1940”, leemos debajo del páramo atravesado por una carretera. Matriz de la ficción intemporal por un lado, aterrizaje preciso en fecha relevante por otro. ¿Cómo conjugar ambos?

La descripción que el autor nos va entregando de los seres adultos de 1940 que protagonizan la narración es desoladora. Fernando y Teresa no son capaces de vivir el presente; ella escribe largas cartas a alguien que la guerra arrojó al extranjero, pedalea hasta la estación de tren en busca de respuesta, y solo recibe sus cartas devueltas, sin destinatario localizable. Fernando oye emisoras de radio extranjeras, escribe reflexiones hasta que le vence el sueño, se refugia en el cultivo de la miel. Ambos se dan la espalda en la cama, fingen el sueño que nunca llega. Y el ambiente del pueblo está tejido por el silencio atenazador que solo permite susurros por las calles llenas de barro y miedo. Pero entre esas vidas machacadas hay otros seres que no conocen las razones ni la experiencia de la devastación, y que deben y quieren edificar el mundo por delante. Son los que pueden enfocar la historia desde el indefinido “Érase una vez”, los que pueden acoger la alegría, el juego, y sobre todo la limpieza del bien. Ana e Isabel, las hijas del matrimonio, no logran explicarse ese ambiente sórdido que las rodea; sus juegos infantiles son impermeables a la derrota de los mayores, y necesitarán echar mano del sortilegio que las ayude a vivir en esa realidad. Los cuentos, las narraciones maravillosas han ido cumpliendo desde que hay memoria esa función de tutor y amparo de la realidad, y en ese pueblo aterido toma el testigo narrativo una película, “El doctor Frankenstein”, según la versión clásica de James Whale. Víctor Erice cuenta en el artículo citado el carácter autobiográfico de esas proyecciones: “Sobrevivir significaba, entre otras cosas, tratar de arreglarse solo. En mi caso fue el cine el que vino en mi ayuda: sencillamente, me adoptó. Me permitió sacar partido a todo sin exigirme nada a cambio. Más aún: me ayudó a esquivar a una sociedad regida por vencedores. A sobrellevar primero, y combatir después, sus grotescos valores. No me ofreció otro modelo de sociedad, sino algo mucho más valioso: el mundo, el mundo entero…”.

Pero en la proyección surge una pregunta que los ojos embebidos de las niñas dejan colgada del aire: ¿Por qué mata el monstruo a la niña y luego matan al monstruo? Por qué, si el monstruo era bueno, si la niña también lo era, si compartían juegos inocentes entre sonrisas y flores que corren por la fuente. Ay, la justicia vengadora, la sangre, la ira, aquello de lo que hay memoria en el pueblo y ahora permanece en la atmósfera siniestra. Pero, ¿por qué también en la película? Isabel, la hermana mayor, le da por la noche a Ana la clave: en el cine los personajes no se mueren, no están sometidos al mundo carnal y cruel como el que las rodea. Está poblado de espíritus, y alguno de ellos se ha deslizado a los arrabales del pueblo donde viven. Así que habrá que ir en su busca, y más desde que en la escuela construyen con fervor escolar una suerte de Frankenstein coronados por unos ojos que buscan, que no eluden. Es necesario encontrar a esos seres puros, ajenos al mal, imprescindibles como alimento y horizonte vital. Más allá de las vías del tren, más allá, en la casa deshabitada franqueada por dos hendiduras como las cuencas vacías del muñeco escolar, a las que habrá que llenar de mirada para poner cara y vida al espíritu.

En esa casa es donde se cruzan los dos tiempos que abren la película. Un huido de la guerra se esconderá allí, y será para la niña el espíritu desgajado del cine que hace trucos de magia, que es distinto en sus heridas como lo era Frankenstein en sus cicatrices. Que puede recoger la ropa del padre ausente, también su reloj y su pan. Poco después llegará a la casa la noche de 1940 con los tableteos de las ametralladoras y otra vez la muerte y la sangre que trajo la proyección del comienzo.

Ana no puede aceptar ese nuevo derrumbe de su mundo de ficción, un mundo imprescindible para su imaginario infantil. Sabe de ello tras la visita de su padre al Ayuntamiento, reclamado por la Guardia Civil que encuentra su reloj en las ropas del cadáver, una visita resuelta en un plano magistral, de los que nunca se olvidan, con el cadáver extendido bajo la pantalla en la que se proyectó la película, un cadáver que es a la vez realidad pavorosa y esperanza de ficción, esperanza cercenada como lo fue la del buen Frankenstein. La niña huye, enloquece, se acerca a las setas prohibidas que su padre le había mostrado, y en la alucinación reencuentra al ser bondadoso que le hurta la película y la represión de la posguerra. De esta fuga va a salir malamente, aunque recupere la salud corporal, como asegura el médico. Ana todavía no puede ser la adulta que cargue con la herida, la herida que sobrellevan en silencio sus padres, y en la noche abre el balcón y vuelve a implorar al fantasma, al espíritu, que vuelva, que le devuelva la esperanza, o como dice Erice, el mundo, el mundo entero.

Una esperanza que el arte, aliado con la creación y la fantasía, debe construir en los tiempos oscuros.

(publicado en La sombra del ciprés el sábado 8 de junio de 2013)

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