En estos últimos meses los escaparates de las librerías han hecho hueco de nuevo a nombres ilustres del trotamundeo literario, aunque sus vidas hace años que se cerraron. Llegaron primero en ‘Bajo el sol’ las cartas de Bruce Chatwin, un autor que no pierde actualidad a pesar de que el año próximo se cumplirán veinticinco de su muerte. Al comienzo de verano se publicó la extensa biografía de Patrick Leigh Fermor, escrita por Artemis Cooper, en la misma editorial que había reeditado poco antes, en un solo tomo, las dos crónicas de su viaje a pie por Europa. Por fin, en estas semanas se presenta una recopilación de crónicas viajeras de Paul Bowles, ‘Desafío a la identidad. Viajes 1950-1993’. Como complemento casual y sorprendente para los que se han adentrado en la biografía de Patrick Leigh Fermor (Paddy para sus amigos, para todos), el reciente estreno de ‘Antes del anochecer’ lleva a Jesse, el personaje interpretado por Ethan Hawke de esa pareja infatigablemente enamorada que persigue con ahínco el director Richard Linklater, a la casa griega que Paddy edificó en Kardamyli, con el guiño añadido de colocar al personaje como uno de los escritores que se benefician de estancias en la mítica villa a través de la fundación que constituyó antes de morir. Lástima que el sur del Peloponeso, que la película retrata blando y salteado de turistas que cenan a la orilla del mar, poco tenga que ver con el lugar casi inaccesible en el que cuarenta años antes solo se oía el rumor del mar y el zumbido de las cigarras, “un mundo de una extraordinaria y mágica belleza”, en palabras del escritor.
Los viajes, y los viajeros que los transitan y ensartan en palabras. En ‘El cielo protector’ Paul Bowles trazaba sin remisión la línea infranqueable que separa al viajero del turista. Cuando este parte de su casa, viene a decir, sabe a dónde va y sobre todo cuándo volverá, mientras que el viajero, sometido a la energía interna de su errar, no puede predecir las estaciones de su periplo, ni tampoco cuándo y dónde terminará. El camino irá decidiendo. Pero los movimientos de estos trotamundos tal vez ni siquiera admitan el leve corsé de viajero. Bruce Chatwin anduvo a salto de mata muchos de los cuarenta y nueve años de su existencia, sin residencia oficial aunque con la vida más estable de su mujer, Elizabeth, como referencia sólida: “Un impulso irrefrenable me lleva a vagabundear y otro idéntico me lleva a volver, el instinto de volver al hogar como un ave migratoria”, escribe a su editor. Paul Bowles deambuló de un lugar a otro durante bastantes años, solo limitado por la necesidad de buscar ingresos con su actividad de compositor, para finalmente establecerse (o algo parecido) en Tánger: “Yo no elegí vivir en Tánger de forma permanente: fue una casualidad. Tenía la intención de que mi visita fuera breve; después me iría a otro sitio y seguiría de un lado a otro indefinidamente. Me hice perezoso y demoré la partida”, dice en su autobiografía ‘Memorias de un nómada’. Y en cuanto a Paddy, tras un intento de ingresar en el Ejército, decide en una noche lluviosa que abandonar Inglaterra y ponerse a caminar resolvería todos sus problemas. En 1933, con 18 años, toma un barco en Londres que le deja en Holanda, para lanzarse a una tozuda ruta a pie que debía culminar en Constantinopla, en la otra punta de Europa y puerta de Oriente, un lugar tan lejano que dilata el viaje hasta metamorfosearlo en una forma de vida. Paddy no volverá a casa, pero es que tampoco dejaba ninguna casa a sus espaldas, salvo un país del que, vagamente, siempre se sintió parte.
¿Podemos llamarles viajeros? Una de las ideas que atrajo a Bruce Chatwin hacia la escritura fue el estudio del nomadismo. ‘The Nomadic Alternative’ era el título de su proyecto, aunque tras veinte años de persecución y esfuerzo acabó publicando ‘Los trazos de la canción’, una sugerente interpretación de los aborígenes australianos y sus desplazamientos por la geografía del continente austral. Tras tantos años en pos del nomadismo, y en cierta manera de tratar de encarnarlo, Chatwin llegó a la conclusión de que los tipos como él ni siquiera podían asociarse en ese concepto: “El deambular nómada obedece a un propósito, y suele circunscribirse a un territorio o a una extensión que se ven como propios. Los trotamundos van donde los lleve el viento”. Así que mejor encerrar a Chatwin, a Bowles, a Paddy, en ese nulo corsé de seres errantes, o como sugirió Desmond Morris a este último, en el perpetuo movimiento humano.
Algunos estudiosos, tras observar la abundancia de escritores viajeros británicos, han insistido en la importancia de la insularidad para explicar esa fuerza centrífuga, también detectable en la cercana Irlanda; marcharse dando un portazo, marcharse hacia el sur real o soñado, desde Lord Byron a John Keats, desde James Joyce hasta Gerald Brenan. Curiosamente, Paul Bowles también se sentía encerrado en Estados Unidos: “Cada día vivido a este lado del Atlántico era un día más fuera de la cárcel. Es indudable que si hubiera tenido fondos para ello habría seguido indefinidamente lejos de Estados Unidos”.
Para ese camino sin fin se requieren desde luego capacidades no muy comunes: buena resistencia a las enfermedades, nulo aprecio por la rutina, por la intimidad, por cualquier noción de marco laboral y familiar, y una paciencia infinita ante las incomodidades. Porque además el equipaje, que no distaba mucho de la suma de sus pertenencias, no era precisamente ligero. En 1940 Paul Bowles y su mujer Jane Auer (todos se casaron, aunque con un uso muy flexible del emparejamiento) viajaron por Francia “muy cargados, con baúles enormes y dieciocho maletas grandes”. Y cuando en 1955 la crisis de Chipre obliga a Paddy a enviar sus libros de Atenas a Inglaterra, algunas de las cajas llevan los 27 tomos dela Great GreekEncyclopaedia, que luego se extraviaron en Belgrado. Al final de cada traslado en barco o en tren (el avión no permitía esas mudanzas. Bowles los odiaba) esperaba una cama azarosa de hotel o de estancia amiga, y después la búsqueda de una casa en alquiler donde instalarse (un verbo excesivo) para contemplar, esperar, escribir, por unas semanas, o meses, o tal vez solo unas jornadas. Y vuelta al camino.
Cierta vez cayó en manos de Paddy un libro de estudios sobre Grecia de André Jean Festugière, ‘Personal Religion Among the Greeks’, en el que se dibujaba una postura vital que le sobrecogió por la exactitud con que le ceñía: la persona inquieta y desasosegada, incapaz de hallar paz en su interior, se ve condenada a buscar refugio fuera de sí mismo, en medio de las multitudes y los cambios incesantes. Eso es lo que venía practicando él desde la juventud, dispersándose hacia fuera en una aventura tras otra. Para ello, además de la probada resistencia y la energía sin fin, es conveniente poseer lo que en Chatwin y Paddy se daba sin ninguna duda: capacidad de seducción, innata, casi inconsciente, que les abre cualquier puerta y empalma invitación tras invitación. Bastantes años después de los viajes de Chatwin por Afganistán o por Australia su biógrafo Nicholas Shakespeare recogió testimonios frescos del paso fugaz de aquel “ángel rubio”. Y allí donde Paddy descolgaba la mochila pronto se formaba un animado intercambio de historias y canciones bien regadas por el alcohol. Es llamativo, un inglés animando los pueblos de Creta, o de Grecia, un tipo del que su biógrafa Artemis Cooper, cuando en una entrevista Jacinto Antón le pidió que resumiese su personalidad, se le humedecieron los ojos y no encontró más respuesta que levantarse y bailar.
Esa vida hacia fuera, renovada sin cesar, dejó afortunadamente un hueco de invierno para que creciera la reflexión, la remembranza y finalmente la escritura. Estos seres de vida errante acabaron entregando obras en las que la experiencia vital logra el salto milagroso de tejer la gran literatura. Tal vez en Paddy es donde mejor se agarra este cruce entre existencia y escritura, con forja lenta. Su viaje a pie por Europa comenzó a ponerlo sobre el papel 30 años después de realizarlo y hasta 1977, ya con 45 de demora, no vio la luz el primer tomo, ‘El tiempo de los regalos’. El siguiente, ‘Entre los bosques y el agua’, en 1986. El cierre del viaje en Constantinopla culminará la tercera entrega, en la que estuvo trabajando hasta pocos días antes de su muerte en 2011, y que se espera que vea la luz en este otoño.
Hay en la vida de Paddy un hecho muy famoso que mereció incluso una película interpretada por Dick Bogarde: el secuestro de un general alemán en Creta durante la segunda guerra mundial y su traslado fuera de la isla. En la accidentada huida por las montañas, una noche Paddy y el general se sorprendieron mutuamente recitando en el latín original una oda de Horacio. Tal vez un fragmento de esta oda ciña con exactitud la vida agitada de estos seres errantes: “Atempera el frío, oh Taliarco/ echando abundantes leños al fuego/ y saca, sin escatimarlo, el vino añejo de la bota Sabina./ Confía el resto a los dioses./ Deja de indagar qué ocurrirá mañana,/ y cada día que la suerte te conceda/ considéralo un regalo”.
(publicado en La Sombra del Ciprés el 12 de octubre de 2013)