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Jorge Praga

Hoy empieza todo II

Encrucijadas de la vida

Dell Parsons, el narrador de ‘Canadá’, traza con mirada retrospectiva el horizonte de sus quince años en una anodina ciudad del estado de Montana, una existencia vulgar de adolescente naciente con pocas ilusiones: aprender a jugar bien al ajedrez, criar abejas, conocer la feria estatal, y sobre todo ir ala High School con la esperanza de encontrar amigos y ampliar mundo y saberes. Hasta entonces se ha nutrido junto a su hermana melliza de la vida familiar con sus padres, un reenganchado en el ejército entrampado en pequeñas corruptelas y una profesora amargada y frustrada en su matrimonio. Las puertas del nuevo curso aguardan tras la descripción minuciosa de las últimas semanas del verano, pero tras un día lleno de incidentes inesperados encontramos a Dell parado en mitad de un puente bajo el que pasa el río Missouri, aferrado a los barrotes de la barandilla “como si el puente se convirtiera en un tren e iniciara la marcha”. Un cruce muy desafortunado de azares, miedo e inconsciencia acaba de llevar a sus padres a la cárcel y él y su hermana melliza se quedan solos, desorientados, flotantes. Se paran en el puente a la vuelta de la visita a la cárcel y se dan cuenta de que todo se ha esfumado, que la trabajada vida familiar no era más que una fina película depositada sobre el paisaje áspero de una ciudad en la que nada cala con profundidad en el suelo. Allí, sobre el puente, Dell empieza a concluir que la vida es muy distinta al ajedrez que tanto le gusta, con las piezas cercadas por unas reglas inmutables al servicio de un gobierno inteligible. La existencia, por el contrario, parece desarrollarse sin ningún sentido, ajena a planes, voluntades y sacrificios, a destinos y seguridades: “Si existía un designio oculto, vivir casi nunca arrojaba luz sobre él”. El abismo se abre, y a Dell solo le queda la opción de una lucha ciega, sin más guía que la supervivencia.

La sobrecogedora historia que hila Richard Ford enlaza con los temas y sobre todo con los tonos de sus anteriores obras, especialmente con la extraordinaria trilogía dedicada a Frank Bascombe – ‘El periodista deportivo’, ‘El Día de la Independencia’, ‘Acción de Gracias’-. Pero lo que en esta era un discurrir biográfico que fluía sin estructura dramática, en Canadá se erige como una reflexión global sobre la vida quebrada tras encrucijadas azarosas, que obliga a Dell Parsons a atravesar en poco más de dos meses los infiernos de la devastación familiar, la soledad, y la cercanía del asesinato y la locura. Como en anteriores obras, el fondo del argumento es la sociedad estadounidense con su limo de vulgaridad, desesperanza y angustia, ampliada ahora a la vecina Canadá y sus espacios todavía más salvajes y poco poblados. El suelo social que se pisa es tan poco firme que basta un cruce de casualidades para que una existencia se disuelva sin que nadie la eche en falta. Todos los hilos humanos que tejen la narración, vínculos, proyectos, círculos sociales, ciudades enteras, están prendidos con alfileres sobre un paisaje soberano e indiferente. Palabras y conceptos como memoria, raigambre, herencia, asentamiento, tienen difícil encaje en un mundo de coyotes y desoladas carreteras vacías. Berner, la hermana de Dell, menos afortunada que él en su peripecia vital, al final de sus días no tiene más que una casa con ruedas, aparcada en una calle en la que todas las demás casas están también preparadas para la marcha, para seguir vagando de una ciudad a otra.

Decía Cesare Pavese que a partir de una cierta edad todo hombre es responsable de su rostro, suma y síntesis de su biografía. Por el contrario, los seres que retrata Richard Ford no pueden sentirse responsables de casi nada, el viento los mece y los arrastra con una fuerza muy superior a sus voluntades y proyectos. Sus caras guardarán cicatrices de aventuras y desdichas no deseadas ni elegidas. El único remedio para esquivar la locura o la destrucción –además de tejer la gran literatura, nos dice indirectamente Ford- es la aceptación, que no la rendición. La vida es una navegación de supervivencia para cuyo gobierno el narrador ofrece, ya cerca del final, una suma de discretos consejos de sabor estoico: “generosidad, aceptación, renuncia, buscar la longevidad, dejar que el mundo venga a ti, y, con todos ellos, labrarme una vida que vivir”.

(publicada en La Sombra del Ciprés el sábado 2 de noviembre de 2013)

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