En el último plano de ‘La vida de Adèle’ vemos a la protagonista alejarse por una calle dando la espalda a la cámara, a nuestros ojos. No sabemos dónde va, o tal vez es que no va a ningún lado determinado donde apetezca acompañarla. Camina, se aleja, se pierde hacia un tiempo posterior alargado e insulso que carece de interés para la narración. Y es que lo importante de la vida de Adèle ya ha ocurrido, y en cierta manera se ha agotado. La hoguera ardió hasta consumirse, y las cenizas ni siquiera humean, aunque guarden el calor. Si la mano pasional volviera a sus caricias sobre el rescoldo blanco, se quemaría, pero sin la llama que trae el gozo. La hoguera ya no se volverá a encender.
La película de Abdellatif Kechiche se ocupa del tránsito de Adèle a la vida adulta, de la franja que la lleva del cobijo familiar y colegial a las calles abiertas pobladas de vidas desconocidas. Adèle hace el tránsito que todo ser humano enfrenta, so pena de caer en las vías muertas de la inmadurez o el repliegue insano. El bullicio que alberga su cuerpo es el mismo que altera a sus amigas del colegio y afila sus lenguas hacia el exhibicionismo del sexo, en una espera de pandilla que protege del temor hacia lo desconocido que presienten por dentro y por fuera. En la efervescencia de los diecisiete años la búsqueda es ciega, azarosa. Las sucesivas refriegas la van decantando hacia la atracción homo, frente a la hetero. Pronto tendrá suerte. Emma, la chica que la deslumbra en un cruce callejero con su pose altanera bajo el pelo azul, acude a seducirla en el siguiente encuentro fortuito. Lo que tantas veces no pasa de un tanteo torpe o de una hoguera que arde mal por la leña demasiado verde, para Adèle y Emma se convierte en una explosión imparable. El cuerpo experimentado de Emma es el refugio perfecto para el ardor juvenil y virginal de Adèle, y la entrega es mutua, absoluta, casi sin descanso. Las escenas de sexo, mostradas por una cámara sin barreras, se prolongan mucho más allá de su caudal narrativo: deben dar cuenta no de una pasión, sino de su temperatura, de su alcance invasivo. La minuciosidad y el detalle son necesarios para recorrer los cuerpos y saber lo que está pasando por ellos, lo que los atraviesa en busca de la fusión ideal perseguida en el amor carnal.
Adèle entra en la vida adulta por su lugar más alto, por la más alta puerta, la de la pasión total. También la de más riesgo, pues desde ella casi todos los caminos son descendentes, cuando no catastróficos. A medida que pasan las semanas y los meses, marcados indirectamente en la película por detalles externos como un cambio de peinado o la mudanza de la vida paterna, la pureza de los 17 años de Adèle se va mezclando con la ganga de otras amistades, nuevos estudios, un horizonte laboral. Las edades siguientes, tan cercanas que casi repiten los mismos dígitos, carecen de la energía virginal del arranque. Las pisadas no inauguran territorios nuevos, la vida se va pareciendo a un palimpsesto sobre una primera escritura deslumbrante de recuerdo inesquivable. Comienzan los celos, la desconfianza, las pequeñas soledades. La ruptura es un eslabón más del desarrollo desencantado.
El rostro de Adèle ya no alberga los ojos encendidos del comienzo. Tras el llanto de la ruptura poco queda del brillo anterior. Ya todo pasó. Cualquier relación que Adèle comienza se ve ahogada por su falta de combustible. Y cuando se cita con Emma en un café, años después de la ruptura, ambas sienten que aquello que las devoró mutuamente continúa agazapado en su interior pero de forma intransitiva, bloqueado por miedos y perezas a romper las seguridades cotidianas frente a una pasión ya vivida y condenada a repetirse. En esa escena, en esa tremenda escenificación de la derrota, Emma, la que recibió, la que menos ha perdido por su caudal previo de experiencias, todavía es capaz de verbalizar el vínculo: “Siempre recordaré tu infinita ternura”. A Adèle solo le queda el llanto, la convulsión, la herida cuya cicatriz es aún más dolorosa a medida que el tiempo pasa, pues es testigo de la invalidez pasional que la ha dejado su búsqueda desarmada.
En la escena final, antes de perderse por la calle insulsa de su futuro, Adèle acude a la inauguración de una exposición de Emma en la que, artista siempre, lleva a los cuadros su pasión por Adèle, su cuerpo desnudo hecho luz y óleo, imagen varada de aquel otro de labios, sexo y dulzura que se entregó y consumió para no volver a ser el mismo, irrecuperable. El arte es la única memoria transitiva, el cauce para compadecerse y protegerse, para aprender de la vida y pensar en ella, para salir de la asfixia de la insignificancia personal y establecer vasos comunicantes.
La pasión que centra esta película se refleja quedamente en las que tuvo que atravesar cada espectador para inaugurar la vida adulta y luchar por la madurez. Pero aquí está elevada al más alto y vertiginoso grado, el que quema sin restitución. Ciento cuarenta años atrás un joven y desconocido poeta, Arthur Rimbaud, cruzó esas mismas llamas y dejó su memoria en ‘Una temporada en el infierno’: “Antes, si no recuerdo mal, mi vida era un festín en el que se abrían todos los corazones, en que todos los vinos corrían”.
(publicado en La sombra del ciprés el sábado 30 de noviembre)