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Jorge Praga

Hoy empieza todo II

Sabor más allá del sabor

A finales de los años sesenta, cuando François Jullien inició la carrera de filosofía en la Escuela Normal Superior de París, el director de estudios del Departamento de Filosofía era Jacques Derrida. Bien podría haber encauzado Jullien sus inquietudes en la corriente que encabezó Derrida, la célebre deconstrucción que, fundándose en Heidegger y compartida con otros autores de peso como Emmanuel Lévinas, contagió como virus infatigable a numerosos Departamentos en universidades de todo el mundo. Lo que Derrida proponía y realizaba, el retorno analítico y textual sobre escritos fundamentales de la cultura, no hacía más que renovar la vieja tarea de la filosofía de reconstruirse sobre sus propios cimientos a costa de interrogarlos y afianzarlos de otro modo.

Sin embargo François Jullien, buscando una remoción similar, tomó un camino bien distinto. Para dirigir con eficacia sus dudas e interrogaciones sobre la disciplina que constituía el centro de sus estudios, buscó un emplazamiento que no se viera alcanzado por el propio campo de interrogación. No se contentaba con deconstruir, con rechazar o reescribir, sino que aspiraba a enfocar con ojos nuevos los conceptos y la historia de la filosofía, la que arrancaba en Grecia y tras más de dos mil años de camino arribaba a las palabras renovadoras de Jacques Derrida. Escribe Jullien: “Vengo de Grecia, en tanto filósofo, y al pasar por China encuentro un punto que me permite tomar distancia y poner en perspectiva nuestro pensamiento, el europeo. Porque, como saben, una de las cosas más difíciles de hacer en la vida es tomar distancia respecto del propio pensamiento”.

¿Por qué China? Como él se ha encargado de subrayar, nada tuvo que ver en la elección las modas del exotismo, del encuentro con el Oriente soñado e inventado por un Occidente superficial. China suponía en primer lugar un territorio ajeno a la gran lengua indoeuropea, en la que se habían formado y modelado los grandes conceptos occidentales, transferidos más tarde a otras culturas capitales como la hindú, la hebrea o la árabe. Y por otra parte China ofrecía la larga historia de su imperio labrado sin interferencias significativas con otros. Esos eran los dos caracteres distintivos que otro sinólogo francés, Jacques Gernet, sintetizaba en las líneas finales de su extensa obra ‘El mundo chino’: “La civilización china posee dos particularidades que no comparte con ninguna otra: es la única que ha dejado una masa prodigiosa de testimonios continuos de su evolución, sobre todo en forma de textos, pero también de inscripciones y de restos arqueológicos, y la única también que en todos los campos se haya desarrollado tanto tiempo de forma independiente a nuestro Occidente”.

Así que François Jullien, sin dejar de ser el filósofo formado en París, aprendió a fondo la lengua china y emprendió nuevos estudios en Pekín y Shangai. Con un pie en la filosofía y otro en la sinología, comienza una larga serie de libros que arrancan en los ochenta y llegan hasta ahora mismo con la publicación de ‘Cinco conceptos propuestos al psicoanálisis’. Más de veinte obras, la mayoría traducidas al español, contando alguna de ellas con la exquisita versión castellana de la también sinóloga Anne-Hélène Suárez Girard, capaz de reproducir el estilo dialogante y explorador de matices, nada academicista, que el autor hereda de la tradición ensayística de sus maestros de la generación anterior, con Roland Barthes a la cabeza.

¿Podría haber algún punto común, algún entronque remoto –los cercanos los trae forzadamente la globalización actual- que permitiese conectar Occidente con el Extremo Oriente? En una de sus obras más singulares, ‘Un sabio no tiene ideas’, Jullien vuelve a los tiempos primigenios del pensamiento griego, cuando el ámbito de los mitos dominaba el horizonte humano antes de ser desplazado por el logos, la razón que elabora conceptos y articula argumentaciones. Una búsqueda tras las huellas perdidas de un pensamiento que no llegó a desarrollarse, borrado por el desarrollo implacable de la filosofía. Pero incluso en esas fronteras arcaicas Jullien rechaza la conexión entre estos dos ámbitos. El tiempo dela Grecia clásica en es China el de Confucio, y de este surge con nitidez la figura que Occidente nunca persiguió: el sabio (aunque si amó: amor a sophia, filosofía). El sabio, sintetizado así por nuestro autor: “El que carece de ideas, de posición fija, de yo particular; el que mantiene todas las ideas en un mismo plano”. Si Grecia fue capaz de separar al hombre de la naturaleza y de sí mismo para erigirlo en observador, en escritor de un sistema de argumentaciones y elecciones sobre elementos opuestos (el Ser y el no-Ser de Parménides…), el sabio confuciano integra los opuestos, el yin y el yang, en un proceso conjunto en el que él mismo está sumergido. Cielos y tierra giran en continua transformación, en una marcha armónica en la que el sabio lo es en tanto es capaz de adherirse a ese proceso. No posee un discurso que desentrañe la realidad o analice los problemas, sino algo bien distinto: “La sabiduría no se explica (no hay en ella gran cosa que comprender), hay que meditarla, o mejor aún, saborearla, dedicando todo el tiempo necesario a ese desarrollo, como el de una impregnación”.

Saborear la sabiduría, enhebrarla en el cuerpo. Frente a los exotismos de mística oriental que tan bien se venden en Occidente, François Jullien ciñe el pensamiento chino a un terreno material y práctico para el cual los sentidos que lo exploran no son ninguna metáfora. El sabor entrañado en la sabiduría tampoco lo es. De ahí que, con coherencia, uno de sus libros se dedique al sabor que está más allá de todos los sabores, que deja sitio a cada uno sin agotarse: ‘Elogio de lo insípido’. La palabra china que lo nombra, “dan”, significa insípido, pero también desapego. En esa preferencia por las manifestaciones no excluyentes se asienta la sabiduría de lo insípido, y Jullien la va explorando de manera fascinante en diversos campos: en la pintura, donde reinan los paisajes de pincelada escasa, en que las formas “se abren a una lejanía que las supera”. En la música, valorando el sonido que está en retirada, el que no satura el silencio, el que deja. En la caligrafía, tan venerada. Incluso en la política, y tal vez aquí más que en ningún otro asunto se manifiesta la radical separación con nuestros valores dominantes, necesitados de un político que ofrezca y venda singularidad, diferencia, personalidad, discurso propio. Por el contrario, cifra Jullien: “El gobernante a quien todo el mundo parece de igual insipidez puede, gracias a su desapego interno, renunciar a cualquier ingerencia, preservar la inmanencia reguladora y hacer que reine la paz”.

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Al final, una línea dominante de este pensamiento que Jullien confronta con el nuestro es la que tiene que ver con los resultados, con la práctica satisfactoria, con el mundo estrictamente terrenal. Por eso varias de sus obras están enfocadas hacia un terreno claro y tajante: la eficacia. En Occidente se piensa que su consecución tiene que ver con el buen uso de un modelo preexistente y fiable. Sean asuntos de economía o de política, de comportamientos éticos o de éxitos comerciales, el camino a seguir lo marca una teoría previa. En China, por el contrario, la posición del sabio es la adecuación a los procesos que ya marchan por sí solos, ayudando o esperando, pero sin intentar su reducción a un esquema previo. “No hacer nada, pero que nada deje de hacerse”, dice un precepto que recogen todas las escuelas. Tan a tener en cuenta es este punto de vista, que François Jullien fue requerido para explicarlo ante un grupo de empresarios dispuestos a llevar sus negocios a China, recogido luego en un librito delicioso, ‘Conferencia sobre la eficacia’. Cumplía así el autor su compromiso de retorno, de volver al pensamiento occidental con la capacidad y los ojos nuevos obtenidos en el cruce fascinante por un sistema de pensamiento autónomo y radicalmente distinto.

(publicado en La sombra del Ciprés, suplemento cultural de El Norte de Castilla. 1-2-2014)

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