Surgen de los compartimentos cerrados de la biblioteca, o lanzan señales de vida desde las estanterías que ocultan un doble fondo. Incluso duermen en los recovecos del trastero el sueño de los muchos años en que han ido llegando a mis manos. Revistas de cine. Allí están reposando en la tranquilidad de la memoria aplazada los compactos volúmenes de ‘Nuestro cine’, alguno con el lomo astillado; o la mancha enorme de ‘Dirigido por’, siempre en expansión; la colección de ‘Contracampo’, los ‘Cahiers du Cinéma’ aumentado la pila cada mes… Números y números de esqueleto débil, tumbados, fatigados de aguantar encima a sus hermanos. Cualquier portada nos devuelve a una tarde de cine, aquella fotografía a la actriz que nos embobó, unas líneas apretadas a la discusión imaginaria con el crítico.
El cine, entendido a la manera clásica –agonizante ahora- de estrenos que traen novedades de visión obligatoria, es trepidación y vértigo y olvido. De repente se ha pasado la oportunidad de ver ‘Jimmy P’. O acerté a elegir ‘La gran belleza’ cuando se anunció, pero a los tres meses otra multitud de imágenes han enterrado su recuerdo. La actualidad ajusta sus cebos, e incluso las proyecciones que pactamos para el fin de semana se ven invadidas por las reseñas anticipadas en la sobremesa del viernes. Pero a poco de la visión todo se nubla, y parece que de la emoción que nos atravesó en la película de Sorrentino solo va a quedar el título, como la vitola del puro que guardamos de una boda. El espectador de cine, antes de la llegada de la biblioteca de Alejandría ala Red, estaba necesitado de un soporte firme donde poder anclar su memoria. El cine siempre se ha resistido a ser como la televisión, un medio de quemado rápido y sin pasado. Pero no tiene el hangar académico de la literatura o la música, carece de liceos y enseñanzas, ninguna reválida escolar lo exige. Solo perdura por el amor de sus cultivadores, a menudo desvariados, pero es un amor que, a falta del ser amado, necesita de cartas y marcos con fotografía donde evocarlo y reconstruirlo. Y por esa necesidad volvemos a los fondos polvorientos de los estantes de la biblioteca.
Podrían ser los libros los anotadores y servidores de esta pasión, pero su lentitud, su solemnidad, los apartó de la referencia cercana y vívida. La revista ofrecía desde su esqueleto flexible exhibido en el quiosco un adecuado equilibrio entre actualidad y permanencia, entre comentario y reflexión. Y el pasado era tan profundo que sus páginas jamás agotarían las capas de la memoria audiovisual. El sedimento de las películas estaba allí depositado, presto a ser remontado, como esas reducciones que cultiva la cocina moderna y que permiten tener y no tener la materia sintetizada.
Corre un viejo bulo de que quien no ha servido para escritor o cineasta se ha reconvertido a crítico. Lo recordaba, para luego desmontarlo, el crítico por antonomasia, George Steiner, en ‘Lenguaje y silencio’: “Al mirar atrás, el crítico ve la sombra de un eunuco. ¿Quién sería crítico si pudiese ser escritor?”. No hacen falta argumentaciones contrarias, basta con echar un vistazo a los consejos de redacción para encontrar cineastas (y por supuesto escritores), que han sido o que serán. El ejemplo más trillado, pero también el más señero, es el de ‘Cahiers du Cinéma’. Fundada en 1951 (¿será la publicación más longeva de la crítica de cine?) por André Bazin, pronto se arrimaron a ella François Truffaut, Jean-Luc Godard, Claude Chabrol, Jacques Rivette, ahormados por un editor de nombre Éric Rohmer. Todos a punto de crear un maremoto con sus primeras películas, pero antes labrando y expandiendo en palabras su pasión. ¿Y no surgió también aquí en Valladolid, en las cercanías de la efímera ‘Letras de cine’ dela Facultadde Filosofía, un realizador con la filmografía en marcha, Daniel Vázquez Villamediana?
De las profundidades de los estantes brotan con alegría papeles que ensartan y acomodan nuestra biografía, tantas tardes en la noche de la sala. Las revistas son hijas de su tiempo, marcadores de horizontes, baile de tendencias. Las tensiones y grisuras de los años sesenta están cruzadas por ‘Film Ideal’ y ‘Nuestro cine’, contrapunteadas en ‘Cinestudio’, y a veces desplazadas por la vigencia y la urgencia del trabajo de Diego Galán y Fernando Lara en ‘Triunfo’. En la tardía y retrasada España del final del franquismo florece por fin la afrancesada política de autor en un título diáfano, ‘Dirigido por…’, que luego perdió los puntos suspensivos, pero que en su primer número chabroliano, bien planchado por los casi 450 que le siguen, declaraba enla Editorial: “Queremos durar”. Junio de 1972. Y siguen brotando ejemplares como agua serena: los enganchados a teorías estructuralistas y semiológicas, ‘La mirada’, ‘Banda aparte’, y sobre todo la seminal y germinal ‘Contracampo’ de Francesc Llinás. De la periferia la valenciana ‘Archivos dela Filmoteca’, o ‘Nosferatu’, un vampiro donostiarra. ‘Trama y fondo’, alentada por el magisterio de Jesús González Requena. ‘Fotogramas’. ‘L’Atalante’… Y ahora la edición española de Cahiers, que ha transmutado a ‘Caimán-Cuadernos de cine’.
Revistas y más revistas. Películas atesoradas, filmografías en despliegue, estudios, estrellas de calificación, stars. Nombres de críticos sin los que me hubiera sido imposible transitar por el cine y disfrutarlo tanto, y seguir conformándolo en el recuerdo. Memoria filtrada, organizada en lucha con el exceso. Revistas que, ahora, están en plena fase de delimitación de fronteras y nuevos territorios y soportes, de cambios de líneas a bytes, de quioscos digitales. También de confrontación con las plataformas de voces sin cortapisas, suerte o desgracia de la abundancia. Poco a poco, pero no muy tarde, se decantarán las nuevas condiciones para la vieja crítica, para las polvorientas revistas, que en su nueva casa no deberán olvidar su compromiso con la memoria, con la historia vertical y trenzada de las imágenes. Y las voces, muchas o pocas, efímeras o duraderas, habrán de tener en cuenta la recomendación experimentada del crítico Jordi Costa: “El crítico de cine es un espectador completo, alguien que ha profesionalizado esa (militante) condición de espectador a través de un discurso (que, en el mejor de los casos se podría reivindicar como género literario), cuyo fin es transmitir una pasión, dialogar con la película, dialogar con otros críticos, y lo más importante, con otros espectadores”.
(publicado en La sombra del ciprés el 5 de abril de 2014)