Es en estos días fronterizos entre verano y otoño cuando Cees Nooteboom repite, año tras año, la misma ceremonia de despedida de su casa de Menorca: camina hasta una playa cercana, se encarama en unas rocas, y se zambulle en el mar. Es el último contacto con el Mediterráneo, del que ruega un “hasta pronto” que impida el adiós. Que los hados, agrupados tras Poseidón, le sean propicios para que a comienzos del siguiente estío vuelva a instalarse en su casa menorquina, en la cercanía de su huerto y de sus vecinos, entre los que no hay que olvidar las cabras, tortugas, y un burro que luego se asoman a sus páginas. Para el invierno tiene su casa de Ámsterdam, una vetusta edificación de 1730 donde le esperan sus libros y pinturas, además de multitud de objetos recogidos en sus viajes.
Porque Cees Noteboom es, ante todo, un viajero que nutre con su marcha incesante las páginas que le aguardan en sus retiros íntimos. “Soy holandés y errante, pero necesito el suelo”, contaba con ocasión de su 80 cumpleaños a Juan Cruz. Sus orígenes están en La Haya, en 1933, con una infancia atravesada por la guerra que no le apetece recordar ni reconstruir. Los feroces bombardeos de la aviación alemana rompieron el matrimonio de sus padres, y diseminaron a la familia en varias direcciones (tardó bastantes años en reencontrarse con un hermanastro huido a Australia). De esos años le quedó una gran aversión al ruido, perfectamente contrarrestado en la celda de su retiro menorquín. Muerto su padre en 1945 en un bombardeo sobre La Haya, el nuevo enlace de su madre le dejó bajo la tutela de un padrastro empeñado en darle una formación católica en internados religiosos, hasta que la mayoría de edad le abrió la puerta de los viajes y el olvido de la carrera académica. Acertó con su primera novela en 1957, ‘Phillip y los otros’, influenciada por sus correrías; recibió el premio Ana Frank, y pronto pudo dedicarse a su carrera de escritor, abandonando el banco de Hilversum en el que había comenzado a trabajar.
La obra de este próximo premio Nobel, como le ha tildado más de un periodista, es cuantiosa y variada, traducida a múltiples idiomas desde el neerlandés al que siempre se ha mantenido fiel. Solo en castellano podemos contar fácilmente cerca de 30 títulos, bastantes de ellos lanzados por la editorial Siruela. La novela ha seguido ocupando su actividad, con títulos como ‘Rituales’, llevado al cine por Herbert Curiel, o ‘El día de todas las almas ‘, con un narrador que se deja llevar por las calles de Berlín tras la caída del Muro. Pero donde el escritor holandés se ha hecho un hueco propio, casi un género personal, es en el encaje de sus experiencias viajeras con reflexiones personales y jirones culturales y sociales que va recolectando en un movimiento que es más espiritual que geográfico. Un buen ejemplo, además de ser una de las obras más difundidas entre los lectores españoles, es ‘El desvío a Santiago’, en el que la peregrinación compostelana es continuamente dirigida hacia otras búsquedas que le lanzan a la isla de La Gomera, o tras un ábside en Soria, o a perderse por los pasillos del museo del Prado. La edición incorpora fotografías de su compañera Simone Sassen, con quien luego tejerá un libro insólito, ‘Tumbas’, un recorrido de aliento literario en pos de sus “muertos amados” allí donde reposan definitivamente. Fotografía y texto se unen para fijar a Neruda en La isla Negra, a Machado frente al cielo azul de Colliure, a Keats y Shelley en el “cementerio de extranjeros” de Roma, mientras que en el Père Lachaise de París encuentra una buena porción de elegidos: Balzac, Proust, Nerval… Sus queridos Vallejo y Cortázar no quedaban muy lejos.
De estos libros difícilmente clasificables es buena muestra su última obra traducida al castellano, ‘Cartas a Poseidón’, originada en un cruce azaroso de referencias: sentado en una terraza en Múnich, las servilletas del bar le traen el nombre de la deidad griega en un azul que enciende el del mar que le aguarda en Menorca, el mar de los clásicos grecolatinos. Decide empezar una correspondencia con Poseidón sobre el mundo terrenal que le rodea, tan alejado del que germinó el culto y la cultura de esos dioses, y deja correr por las páginas sus dudas y su melancolía a caballo de la actualidad. Hay un verso de Hugo Claus que le gusta mucho mencionar: “Un hombre feliz sorprendido por la duda”. Feliz o no, está claro que las dudas y la curiosidad le sacan continuamente de sus casas a las calles de Sao Paulo, a los desiertos de Australia, a las galerías de arte de Europa, para volver enriquecido y agitado a sus cuadernos de escritura, a su silencio. “El gran arte te enreda en enigmas que tienes que resolver”, concluye como motor de su trabajo, en el que la poesía también encuentra su hueco. Visor acaba de publicar una antología de bello título, ‘Luz por todas partes’, y de su poema ‘Quimera’ robamos estos versos que extienden el espejo a cualquier lector que se asome a ellos: “Nunca fuiste quien quisiste ser/ quien creías que eras./ El traje equivocado/ en un mundo volcado”.
(publicado en La sombra del ciprés el sábado 21 de setiembre de 2014)