El padre de Nuri Bilge Ceylan (Estambul, 1959) era funcionario en una pequeña ciudad de Anatolia, a 400 kilómetros de Estambul. Cuando el futuro director de cine contaba pocos años de edad su padre trajo un coche nuevo y reluciente de Estados Unidos. Fueron a estrenarlo por los alrededores, y al pasar por un pueblecito un niño les tiró una piedra y rompió el cristal de la ventanilla. Su padre y su tío le persiguieron y le arrastraron a su casa. Durante cincuenta años la anécdota durmió en su memoria, hasta que en pleno rodaje de ‘Winter sleep’ la recordó para integrarla como conmoción nuclear de la película.
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La fotografía fue su primera profesión, alternando con los estudios de cine. Le dejó la permanente atención a lo que le rodea, el esfuerzo por el encuadre, la sensibilidad paisajística. ‘Lejano’, la primera película que le dio premios internacionales, se configura como el encuentro, o el desencuentro, de dos personajes que llevan adheridos sus paisajes. En la primera escena vemos a uno de ellos salir al amanecer de un pequeño pueblo cercado por la nieve. En Estambul le aguarda sin entusiasmo un pariente desgajado de sus orígenes, que solo vuelve a la naturaleza cuando le obliga su profesión de fotógrafo. Lo que bulle en el interior de cada uno, desprecio, altanería, desconcierto, es mostrado en sus miradas sobre el Estambul que los reúne, una ciudad sorprendida por una gran nevada que se integra con eficacia en la obra. Apenas si se necesitan palabras para marcar esa doble trayectoria del que llega buscando y del que está de vuelta de todo.
El encuadre opera como síntesis de las intenciones, y como centro mudo de información, de nexo entre espectador y drama. Orson Welles trajo en ‘Ciudadano Kane’ una suerte de ángulos imposibles para la cámara, y una profusión de personajes dispuestos en la profundidad visual del plano. Sin embargo, en su siguiente película, ‘El cuarto mandamiento’, demostró que sus ambiciones iban más allá de la pirotecnia en la escena de la cocina de la mansión de los Ambersons: en la calma que se supone para el reencuentro de la tía Fanny con su sobrino tras un largo viaje, la cámara asiste en plano inmóvil y horizontal a un intercambio verbal que comienza con novedades superficiales y acaba en incendio familiar. El estatismo visual, contrario a todos los códigos dramáticos, contamina al espectador de la violencia de la escena. Una estrategia semejante se encuentra en ‘Tres monos’, la película con la que Ceylan ganó el premio al mejor director en Cannes 2008. En una escena cerca del final una mujer se encuentra con su amante entre unas ruinas colgadas sobre el Bósforo. La cámara les contempla a distancia, sin abandonar el encuadre general del enorme paisaje. La ruptura, la humillación, la crueldad, discurren en un plano único y estático que reitera la desolación de la pareja en el gran espacio indiferente. Solo al final, en breves segundos, un cambio de emplazamiento del punto de vista nos susurra al oído: no eres el único que espía.
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El encuadre nos instala en el paisaje, nos funde con él, nos lo descubre. En cierta manera lo inventa. ‘Érase una vez en Anatolia’ trae un recorrido sonámbulo por las colinas deshabitadas y ásperas de esa región turca. Apenas ni un árbol mientras la luz del atardecer se va apagando. Un tren con las ventanas iluminadas sorprende al grupo encabezado por un fiscal y un médico, con policías que vigilan a dos detenidos. Buscan un cadáver enterrado la noche anterior. Uno de los policías agita un manzano del que caen varios frutos, y la cámara se empeña en seguir el movimiento de uno de ellos, su bajada por la hierba hasta alcanzar un arroyo donde el agua le sigue empujando en un deslizamiento que no sabemos a dónde va ni cuándo terminará. Así se gobierna también el grupo humano en la noche interminable de la búsqueda, un cruce de azares que lleva a pequeñas revelaciones, a fragmentos de recuerdos inconexos, a ensoñaciones. El paisaje es mucho más que un marco, es el éter que baña, el enemigo difuso que no cesa ni comprende.
Siempre el silencio como bajo continuo, subrayado en los ruidos ambientales de cigarras, pájaros, motores lejanos. El silencio de los personajes es un balance añadido, el resultado de una suma de palabras que vuelven a la boca tras pugnar por salir de ella. En ‘Érase una vez en Anatolia’ la noche que junta a ese grupo jerarquizado de hombres extrae de ellos confidencias con los más cercanos. Los policías hablan de comida, de horarios. El médico da cuenta al fiscal de su soledad tras el divorcio, y este insiste en revelarle una extraña historia de una mujer que anunció el día que se iba a morir con varios meses de antelación. Tal vez fue su mujer, y el médico se esfuerza por dar una explicación científica que calme la inquietud de los ojos saltones y acuosos del fiscal. Tras tantas horas juntos, cercados por la intimidad, vuelve el silencio. Los dos hombres salen del despacho del médico y caminan sin decir palabra en una inacabable bajada a la morgue para reconocer el cadáver. Todo se repliega.
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‘Winter sleep’ insiste en colocar sus personajes sobre un paisaje que los sobrepasa, que punza y agita. Ahora es Capadocia con sus viviendas excavadas en grutas. Está llegando el invierno, que pronto será extremo, con temperaturas gélidas y nevadas intensas. Las carreteras enfangan los zapatos y los dejan inservibles para entrar en las casas. La naturaleza es tan ruda como el caballo que el protagonista se empeña en adquirir, y que primero hay que capturar y domar en una escena que llena la pantalla de sudor y aromas agrios. A los protagonistas, un actor retirado que regenta un hotel con su mujer, y una hermana del actor que los visita tras su divorcio, no les queda más opción que encerrarse en las habitaciones caldeadas, entre la luz amarillenta y acogedora de las lámparas que sustituye la blancura de los campos del otro lado de las diminutas ventanas. Solo queda el espacio interior, el paisaje de la intimidad.
Las pequeñas tareas llenan el tiempo. El actor prepara artículos para la prensa local sobre temas que tampoco conoce mucho: la conservación de edificios, el turismo, los imanes fanáticos e incultos. Su mujer se ocupa de una fundación de ayuda a las escuelas, y la hermana no acaba de centrarse en sus tareas de traductora. Cada poco interrumpen su aislamiento para charlar. Templados, educados, sin más problemas que dejar que el invierno pase. Pero las palabras se enredan, las explicaciones irritan, se dinamitan puentes. La hermana critica al actor la tibieza de sus artículos, y recibe también lo suyo cuando sueña con enderezar su divorcio. El matrimonio va sacando los trapos sucios de años de convivencia. “Eres vengativo, violento, cínico”, concluye la esposa. Las conversaciones no necesitan gritos para resultar ásperas, desagradables. De los diálogos se puede decir lo que un crítico comentó de la música de John Coltrane en ‘Ascension’, que solo con la energía que encerraba se podía calentar un gran edificio de apartamentos.
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Las palabras son la auténtica tormenta invernal. El silencio de las películas anteriores guardaba ese secreto. El protagonista de ‘Winter sleep’, acorralado, planea huir a la ciudad, a la soledad, pero ya no es capaz. Solo alcanza el refugio de la casa del amigo que se ha quedado solo. En la inevitable ascensión alcohólica de la noche se instala la evocación: “Yo jugaba de pequeño aquí, en la puerta de esta granja. Pensaba que viviría siempre al lado de mis padres”. Y la lengua de un tercer invitado remata la velada con dos sentencias, una del amado Chejov sobre el fracaso inevitable de los grandes proyectos de la vida, y la otra de Shakespeare destinada a la fundación filantrópica de la esposa: “La compasión es el refugio de los cobardes”.
No hay final, no hay clausura en las películas de Nuri Bilge Ceylan. ‘Winter sleep’ se cierra en falso con un monólogo interior del actor en el que confiesa a su mujer la imposibilidad de romper sus lazos. Pero las palabras ya no alcanzan sus labios, han vuelto al silencio. La imagen última de ‘Érase una vez en Anatolia’ es el plano oblicuo de una ventana que nada muestra, abandonada tras la marcha del médico mientras se oyen de fondo los ruidos de la autopsia. ‘Tres monos’ acaba con un plano estático de más de un minuto con el protagonista en la terraza de su casa frente al Bósforo. Todo queda sin resolver, el crimen, la implicación de su hijo, la tentativa de suicidio de su mujer. Por encima llueve, truena, la naturaleza sigue su curso, indiferente, grandiosa. La huella humana es tan insignificante y efímera como cantan los versos de Lermontov que recita el médico: “Los años seguirán pasando/ y de mí no quedará/ más que mi alma sepultada/ en la oscuridad y el frío”.
(publicado en La sombra del ciprés el sábado 29 de noviembre de 2014)