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Jorge Praga

Hoy empieza todo II

Tiempo, espacio, memoria, logos

Las series de televisión y casi todo el cine contemporáneo se ocupan de una tarea tan vieja como el hombre: contar historias. Pero más allá de la narración el cine intuye otros territorios y otras inquietudes que difícilmente puede atrapar una serie convencional. Hacer visible el tiempo, diseñar el espacio inverosímil de la fábula, edificar la memoria de lo que no dejó rastro o explorar las fronteras del lenguaje son algunos de los retos en que se ha embarcado el cine reciente.

El tiempo es el vector que estructura ‘Boyhood’, de Richard Linklater, el director de los tres ‘Before’: antes del amanecer, del atardecer, del anochecer. Pero lo que allí era un proyecto discontinuo, en ‘Boyhood’ se convierte en una auténtica captura del tiempo, de la vida en marcha, del presente. Es, en cierta manera, una operación añadida al extraordinario logro de la fotografía en su nacimiento: si esta detenía el tiempo en la placa, la obra de Linklater le devuelve el dinamismo, pero no a la manera del cine narrativo, en el que la dramaturgia disuelve la captura fotográfica. No, Linklater atrapa la característica fundamental de los efectos del tiempo que no es otra que el cambio, la metamorfosis. La metamorfosis real de un chico a lo largo de 12 años en que su cuerpo y su vida evolucionan lenta pero implacablemente. Es un fluido sin grandes momentos, como lo es la vida cuando le quitamos la capacidad de pensarla hacia atrás, de rehacerla y buscarle fechas importantes o un sentido que la dirija. Es una condensación que no cesa, que se comprime pero que avanza y avanza en un rodaje azaroso y calculado durante doce años.

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‘Jauja’, la aventura espacial de Lisandro Alonso, se nutre de varias fuentes: la guerra que emprendió en 1878 el ejército argentino para expulsar a los aborígenes de la Patagonia; la mitología asociada a Jauja, ese lugar de ensueño; y también la herencia del western, de los espacios creados por Ford o Mann para la épica de otra conquista. Pero todos ellos quedan como marcos sugeridos y al mismo tiempo negados por la película de Lisandro. En ella la épica de la historia o el cine se reduce a los uniformes de los soldados, y el sueño de Jauja a promesas sin cumplimiento. Negados sus referentes, o mandados al off de lo no visible, como ese coronel Zuloaga que amenaza sin aparecer, queda el espacio, el inmenso espacio. Para su captura, para su creación, (en la que la presencia del director de fotografía finés Timo Salminen es decisiva) se filma en 35 mm. con un cuadro de dimensiones 4×3 de bordes redondeados, lo que deja un aire anacrónico, de daguerrotipo. Y también, a la manera del cine primitivo, la profundidad de campo es enorme, tan infinita como la planicie. Lo que resulta y queda es un paisaje fuera de toda razón y reconocimiento, un espacio poético de pulso contemplativo en el que vagan los personajes sin ninguna restricción ni lógica. Un espacio que, como dice Martín Caparrós en ‘El Interior’ sobre la propia Argentina, “tengo que verlo para no creerlo”.

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La memoria. “Aspiro a construir un puente entre la generación de mis padres y la de mis hijos. Somos supervivientes, debemos transmitir esa historia”. Quien eso declara es el director camboyano Rithy Panh, que en su infancia vio cómo su familia moría en los campos de trabajo de los jemeres rojos de Pol Pot. Su obra está atravesada por esa terrible experiencia, y urgida por el testimonio. El problema es encontrar la vía que lo haga aflorar y lo lance más allá de la subjetividad dañada. Con ‘La imagen perdida’ elude dos peligros: el de la reconstrucción documental, que suele portar imágenes tan intolerables de sufrimiento que a la postre la hacen opaca; y el de la imaginación ficcional, siempre acechada por el espectáculo. Rithy Panh se ajusta al vacío material que rodea la efervescencia de su memoria. Si no hay imágenes, si solo hay recuerdo, busquemos el soporte más humilde y directo: unas figuritas de arcilla amasadas y pintadas por el director, con una voz en off que las va dotando de acciones y sentimientos. En la cultura oriental una figura puede tener alma: “Cuando rezamos frente a Buda, no pensamos que estamos ante una piedra, para nosotros es un espíritu”. Las de Rithy Panh absorben el alma de su tragedia, se elevan sobre los millones de víctimas camboyanas y se erigen en guardianes de su recuerdo.

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La propuesta más radical proviene de un joven de 84 años llamado Jean-Luc Godard. ‘Adiós al lenguaje’ es una suma de fragmentos en el que el autor incorpora el 3-D, aunque por desgracia en España ha circulado (es un decir) mutilada al tradicional 2-D. Por supuesto, no hay narración, ni personajes firmes, sino un encadenamiento de imágenes y sonidos que atañen tanto a la conciencia como al inconsciente, a la razón como a los sentidos, a la originalidad como a la repetición o el vacío. Si en sus últimas películas el sonido había multiplicado los registros y las ubicaciones hasta crear un mapa propio, en esta la imagen encuentra un nuevo juego de creación en las tres dimensiones, en lo plano que se hace profundo.  Sin justificaciones. Si el niño que camina hacia la cámara de gas de Auschwitz no encuentra respuesta a su crucial demanda de ¿por qué?, nada merece ya el esfuerzo de una explicación. El lenguaje es solo una metáfora que fracasa ante lo real, las matemáticas de Riemann hablan de música y mares, el logos se astilla y queda cortocircuitado en su contacto con la naturaleza. El hombre, cegado por la conciencia, es incapaz de ver el mundo.

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(publicado en “La sombra del ciprés” el sábado 7 de febrero de 2015)

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