El 13 de diciembre de 1963 Bob Dylan recogía en un hotel de Nueva York el premio Tom Paine, otorgado por el Comité de Emergencia para las Libertades Civiles. Sucedía en el premio a Bertrand Russell. Era la culminación de un buen año, un año especial. En la primavera había sacado su segundo LP, ‘The Freewhelin’ Bob Dylan’, del que su ‘Blowin’ in the wind’ se había encaramado en las listas de éxito, luego multiplicado en la versión de Peter, Paul and Mary. La revista Time le dedicaba un amplio reportaje, y cuando en agosto millones de norteamericanos confluyeron en la marcha sobe Washington y oyeron a Martin Luther King comenzar su discurso con “I have a dream”, Bob Dylan esperaba el momento de saltar al escenario en compañía de Joan Báez. Era la voz, el juglar de esa multitud. Sí, era para estar satisfecho.
Sin embargo, la noche del premio las cosas no fueron como se esperaba. El cantante se encontró incómodo en el distinguido ambiente, y tras un intento de abandonar la sala improvisó un discurso hosco –“Yo solo deseo que todos los que hoy estáis aquí sentados no estuvierais aquí”- que arruinó la velada. No era un cabreo ocasional, sino la manifestación pública de una incomodidad que se agrandaba en su interior por un equívoco del que él era el primer culpable. La generación que abandonaba por fin las tinieblas de la posguerra veía reflejada su revuelta en sus canciones, que anunciaban la gran lluvia y los mensajes escritos en el viento. Pero en el interior del cantante la percepción era bien distinta, como refleja en ‘Crónicas’, su autobiografía: “Todo lo que había hecho era cantar canciones que expresaban sin ambages una realidad nueva e imparable. Tenía muy poco en común con la generación a la que se suponía que daba voz, y la conocía aún menos. (…) Me acribillaban a preguntas, y yo no dejaba de repetir que no era el portavoz de nada ni de nadie, solo un músico”.
La producción artística del cantante tenía que ver, ciertamente, con la ebullición ideológica que encontró a su llegada a los cafés de Greenwich Village. Pero su antena musical tenía otras prioridades, figuras que le deslumbraron por su obra, por sus grabaciones. La influencia de Woody Guthrie es la más difundida, pero en su autobiografía coloca en el mismo escalón las canciones que Kurt Weill compuso para las letras de Bertolt Brecht. Y por encima de todo el encuentro con los blues de Robert Johnson: “Transcribí las letras de Johnson en trozos de papel para examinarlas más atentamente junto con sus estructuras, la construcción de sus frases a la antigua y las asociaciones libes, las alegorías vívidas, verdades como puños envueltas en la cáscara dura de la abstracción sin sentido”. Por si fuera poco, su novia, Suze Rotolo, le pasó la obra de Arthur Rimbaud. Y por los alrededores comenzaban a sonar muy alto las guitarras eléctricas de The Beatles, The Rolling Stones… Estaba en un auténtico “Crossroad”, como dice el título más célebre de Robert Jonhson.
A lo largo de 1964 las fuerzas dispares siguieron tirando de Dylan. En el disco ‘The Times They Are A-Changing’ el himno que lo nomina vuelve a enlazar palabras de agitación: “Venid escritores y críticos/ que profetizáis con vuestras plumas/ y mantened los ojos abiertos./ La oportunidad no volverá a presentarse./ Y no habléis demasiado pronto/ porque la rueda continúa girando”. Por el contrario, abundan los versos de desazón como los que cierran ‘With Godo on Our Side’ (“La confusión que siento/ no hay lengua que la exprese./ Las palabas me abruman/ y se precipitan al suelo”). La fórmula musical permanecía invariable, voz sobre guitarra acústica con fraseos de armónica. Cliché de juglar que se mantuvo, a pesar del título, en su siguiente disco, ‘Another Side of Bob Dylan’, grabado en un solo día.
Hace ahora 50 años, el 15 de enero de 1965, Bob Dylan se encerró en un estudio de grabación de Nueva York. Por primera vez le acompañaban otros músicos que transportaban guitarras eléctricas, bajo, batería. En su cabeza y en su garganta bullía un paquete de nuevas canciones y una clara decisión de cambiar el paso. En tres días el disco ‘Bringing It All Back Home’ estaba listo. Basta con dejar que suene la primera canción, ‘Subterranean Homesick Blues’ para que el oído se abrase: el rasgueo de guitarra que la inicia se ve enterrado bajo un furioso riff eléctrico cercado por el bajo y la trepidante batería. Cabalgando sobre esa atmósfera entra la voz recitativa de Dylan en una especie de rap suelto que concibe las palabas como sonidos, las frases como acordes, las rimas como ritmos. Y remata una armónica ardiente como una nueva voz. El texto explota en una escritura de ecos surrealistas que otorgan verdad a la “cáscara dura de la abstracción sin sentido” de Robert Johnson: “Maggie come fleet foot/ Face full on black soot/ Talkin’ that the heat/ Plants in the bed but/”. Palabras que no se dejan traducir ni tampoco disecar en un papel. En la primera secuencia del documental de la época ‘Don’t Look Back’ aparece Dylan con un fajo de carteles, que comienza a mostrar cuando el sonido lanza ‘Subterranean Homesick Blues’. Son palabras de los versos de la canción, palabras disecadas en su escritura frente a la vida insustituible que les otorga el sonido de la aguda garganta del cantante, que con gesto desdeñoso va tirando al suelo un cartel tras otro. Todo es música sin freno en este tema y en otros que le siguen: ‘Maggie’s Farm’, ‘On the Road Again’ en la onda de Kerouac, ‘Outlaw Blues’. En la segunda cara se vuelve al monólogo de guitarra acústica, aunque sea para ocuparse de himnos del tamaño de ‘Mr. Tambourine Man’. Pero el paso sobre el abismo está dado, los puentes quebrados: no mires atrás. Don’t Look back. Sus actuaciones empiezan a poblarse de cables y amplificadores, la mirada anfetamínica se esconde tras unas gafas oscuras, y la cima del escándalo llega cuando en el festival de Newport ataca un ‘Maggie´s Farm’ eléctrico. La leyenda repite una y otra vez que Pete Seeger buscó un hacha con el que cortar los cables.
Don’t Look Back. Un Dylan hiperactivo se vuelve a encerrar con sus músicos meses después, en el verano de 1965. Lleva veinte folios escritos para la letra de una canción que luego comprime en las estrofas de ‘Like a Rolling Stone’. El guitarrista Al Kooper prueba con un fondo de órgano y encumbra la canción que va a ser considerada como la más influyente de la historia del rock. Las palabas siguen vivas como culebras en ‘Tombstone Blues’, o bajo el estridente sonido de ambulancia que se cuela en ‘Highway 61 Revisited’, la canción que titula el disco, un disco duro, sólido, fulgurante.
Y queda energía para el broche final. Entre gira y gira, Bob Dylan tantea con los músicos de The Hawks un puñado de nuevas canciones. No le satisface el resultado, y se traslada a Nashville en busca de otros músicos, y de un nuevo sonido. En un par de encuentros, en febrero y marzo, llega lo que ansiaba, un sonido “tenue, desenfrenado, mercurial”. Lo oímos en la algarabía de ‘Rainy Day Women # 12 & 35’, con el cantante proclamando “todo el mundo va a acabar zumbado”; en el oscuro canto de amor de ‘Just Like a Woman’; en el tema final que ocupa toda una cara. El trabajo no cabe en un álbum normal, y se toma la insólita decisión de duplicarlo en dos vinilos. ‘Blonde on Blonde’ será su enigmático título.
Han sido catorce meses intensos: su trilogía mercurial. Luego, tras la agotadora gira por Inglaterra, Bob Dylan sufrió un accidente de moto que le dejó durante una buena temporada en casa. Tal vez era lo que necesitaba. Cuando reaparezca con ‘John Wesley Harding’, ese nombre que dispara la melodía en la lengua, su espíritu inquieto de artista le empujará de nuevo a la carretera de Kerouac y a los Crossroad de Robert Jonhson.
(publicado el 14 de febrero de 2015 en La sombra del ciprés)