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Jorge Praga

Hoy empieza todo II

El sueño de la Trilogía de la vida

Tal vez sea Pier Paolo Pasolini uno de esos autores a los que la muerte sorprende en un momento especialmente inoportuno; en pleno desarrollo de su obra, con muchos caminos iniciados y pocos rematados, afanado en la siembra y lejos de la recolección. John Coltrane, Roberto Bolaño, S. M. Eisenstein o Federico García Lorca podrían estar en las primeras filas de ese batallón de artistas incompletos y también inagotables. En un texto que leyó en el Festival de Pésaro de 1967, el cineasta afirmaba que un hombre no está completo hasta que la muerte no lo resume y sentencia (“es absolutamente necesario morir porque, mientras estamos vivos, carecemos de sentido”). Pasolini fue irrespetuoso hasta con su propia teoría: tras su desaparición, hace cuarenta años, no ha dejado de agitarse, de encauzarse hacia interpretaciones diversas, de revivir y prolongarse.

Queda la duda, y el miedo, de que la obra de Pasolini, tensada sobre la época que le tocó vivir, esté envuelta en sus coyunturas políticas e ideológicas, como un sudario que acabe por ajar el contenido, quitándole la respiración de nuevos aires. Hay autores que se distancian y alejan en el tiempo, ligados a una explosión que cada vez se oye más lejana. ¿Será Pasolini uno de ellos?

En su cine no cabe respuesta única y tajante ante obras tan diversas como ‘Mamma Roma’, ‘El Evangelio según San Mateo’, ‘Medea’ o ‘Teorema’. Al final de su vida realizó su proyecto cinematográfico más extenso, la llamada Trilogía de la vida, formada por ‘El Decamerón’, ‘Los cuentos de Canterbury’ y ‘Las mil y una noches’: concebidas sobre referentes populares, comparten equipo de producción y artístico, y cercanía temporal, entre 1971 y 1974. Pero con Pasolini no se puede hablar de testamento ni culminación. A los pocos meses se enredó en una ‘Abjuración de la Trilogía de la vida’, y luego rodó algo bien distinto, ‘Saló o los 120 días de Sodoma’. Después, la noche oscura de Ostia, y cuarenta años que llegan reptando sobre aquella diadema guerrillera de su frente.

La Trilogía es una batalla más de las muchas que libró Pasolini, casi siempre contra un enemigo más poderoso que él, difuso y tentacular: el poder, el poder político, ideológico o económico. Un poder que determinaba (y determina) el pensamiento y la moral, que absorbe y recicla a quien combate en el extrarradio. El artista que aprecie su independencia debe reinventarse y deslocalizarse sin cesar. Pasolini arranca en su Trilogía con la conciencia clara de la incomodidad que produce: “En realidad ‘El Decamerón’ provoca la sublevación general de todas las personas respetables de la Península: desde las asociaciones monárquicas a las clericales y fascistas, para concluir con un cierto sector de la magistratura”.

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La carga de fondo de estas obras reside en su forma de mirar los textos de partida; en cierta manera, en su esfuerzo por serles fiel, más allá de las carcasas literarias y de los clichés depositados en la pintura y en la cinematografía que ya los había extendido. Si los cuentos de Boccaccio nacen de la alegría por haber escapado de la peste, si son una celebración de la vida que por un breve tiempo esquiva la guadaña, Pasolini recoge este impulso y lo derrama por su película con una narración directa, sin disfraces de montaje ni particularidades psicológicas. Una cuidadosa puesta en escena nos dirige hacia su objetivo central: el cuerpo, el cuerpo y sus deseos, también sus ambiciones, el cuerpo desnudado en su mezcla de belleza y fealdad. En una Italia napolitana llena de ruido y luz los amantes, despojados de mandatos, se penetran con inmediatez y facilidad, los ambiciosos revuelven la tumba del obispo en busca de su anillo, y el pobre Andreuccio de Perugia se precipita en un pozo negro y arrastra el olor a mierda allí donde va. Y en el centro, multiplicados y bendecidos por la vida, los rostros: cuarteados, rotos, alegres, más escasos de dientes que Cervantes al morir.

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Con ‘Los Cuentos de Canterbury’ entran las tonalidades oscuras de la tierra, la humedad de muros y lápidas. Pero siguen, e incluso se acentúan las transgresiones, que no son sino olvido de mandamientos y catecismos. Si puedo pasar un buen rato con esa muchacha lo haré, aun cuando su padre aguarde con una estaca para abrirme la crisma, o la iglesia encienda la hoguera para quemar a los homosexuales. Tampoco parece tan horroroso el infierno, un Dante pintado por El Bosco que no ensombrece la vida, llena de presente y de azar. En la última entrega de la Trilogía aparece un nuevo marco para esta existencia precaria, la del encantamiento en la fábula maravillosa. Las noches árabes se encajan entre sí como muñecas rusas sin el motor de Sherezade, y los protagonistas mueven sus pasiones en paisajes admirables. Una y otra vez repiten el gesto de sacarse el vestido por la cabeza, de dejar caer los calzones. Brota el cuerpo como una fruta fresca, más allá de la inocencia que no quiere la culpa por oponente; cuerpos risueños, activos, libres.

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Este cine de Pasolini se asemeja a su rostro, multiplicado en tantos otros que pueblan sus escenas. El escultor que lo labró no tuvo tiempo de hacer desaparecer del todo el bloque de mármol del que partió, presente en sus pómulos ásperos, su barbilla endurecida, sus labios. Pero la piedra la encienden sus ojos, que en ‘El Decamerón’ son los de un discípulo de Giotto. Una noche sueña los frescos que va a pintar con su azul purísimo, y cuando los termina piensa en voz alta: “¿Por qué realizar una obra cuando es más bella soñarla solamente?”.

(publicado en La sombra del ciprés el 7 de marzo de 2015)

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