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Jorge Praga

Hoy empieza todo II

Palabras para un maravilloso tren eléctrico

Orson Welles siempre fue muy proclive a conversaciones y declaraciones con cualquier periodista que le rondase, y tal vez a causa de ello las razones y los hechos se enturbien en el caparazón de su leyenda. El poderoso cuerpo de Welles encontró un personaje a su medida en el Falstaff de ‘Campanadas a medianoche’, un pícaro entre sobras regias que va aliñando su vida con torrenteras de historias. Cuando sus compañeros de andanzas le gastan una broma disfrazándose de alguaciles que desbaratan un pequeño robo por él planeado, da la vuelta a su cobardía contando los hechos al revés: con su espada consiguió defender el botín ante dos enemigos, que pronto son cuatro, y luego seis, y ocho… hasta que los compinches le desenmascaran poniéndose los disfraces de falsos alguaciles. No importa, Falstaff se repone inmediatamente diciendo que los reconoció desde el principio bajo las falsas capas, y que la última palabra de la broma le corresponde a él.

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De Welles, como de Falstaff, llegan respuestas a cualquier interrogante, también al lanzado por Juan Cobos y Miguel Rubio en una difundida entrevista de 1965: ¿En dónde se originan los grandes descubrimientos y rupturas de ‘Ciudadano Kane’? “Se lo debo a mi ignorancia”. El cineasta acababa de firmar el contrato más fabuloso que se conocía en Hollywood. No solo por las ganancias que le esperaban, sino sobre todo por el mando artístico que tendría sobre sus películas, que alcanzaba incluso al control sobre el montaje final. Pero el Welles que desembarca en 1938 en Los Ángeles era un artista sin ninguna relación con el cine. Ni como espectador ni como actor o técnico de rodaje. Nada. Cuando a las pocas semanas de firmar el contrato con la productora RKO visita sus estudios, resume su excitación en la frase que luego le vistió como un mono de trabajo: “Este es el más hermoso tren eléctrico que un muchacho haya podido nunca soñar”. En esas primeras semanas busca su capacitación en el visionado de películas que él, siempre lenguaraz Falstaff, resume en una: ‘La diligencia’ de John Ford: “Creo que la vi unas cuarenta veces”. Los técnicos y guionistas de la casa le socorren en su primer proyecto, nada menos que una adaptación de ‘El corazón de las tinieblas’ de Joseph Conrad. La virginidad de su mirada se advierte en la solución que da a la enunciación en primera persona que arrastra la novela: rodaje completo con cámara subjetiva. Nunca se había probado ese recurso, seguramente por la pobreza narrativa que traería, y así lo demostró el fracaso de ‘La dama del lago’, rodada en 1942 con esa misma estrategia.

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Contemplando los interiores matizados por la luz y sus personajes embriagados por el poder, es inevitable acordarse de la fuente del cine mudo que finalmente concentró en Hollywood su manantial: el expresionismo alemán de entreguerras que va desde Caligari a Mabuse. Sin embargo, si nos atenemos a sus declaraciones, poco de ello alcanzó a teñir su obra: “Si el expresionismo tuvo alguna influencia en mí, como aseguran los críticos franceses, y yo niego, sería a través del teatro alemán que vi cuando era niño. Vi las cosas de Brecht, Piscator y todos los demás antes de la subida de Hitler al poder. Pero nunca iba al cine cuando era niño. Jamás vi esas películas de Fritz Lang que se supone que influyeron en mi trabajo.”

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Orson Welles llegó al cine montado sobre la palabra. Literalmente montado, ascendido por ella a su trato privilegiado en Hollywood tras haber atemorizado al país con su emisión radiofónica de ‘La guerra de los mundos’. Traía también un largo bagaje teatral a pesar de contar con solo 23 años, con una suerte variada de montajes de Shakespeare, Bernard Shaw, Büchner. Sí, Welles venía desde la palabra leída por su poderosa voz, y agarrado a ella se subió al tren eléctrico del cine sin soltarla nunca jamás: “No entiendo cómo algunos se atreven a escribir la acción antes del diálogo. Sé que, en teoría, la palabra es algo secundario en el cine, pero el secreto de mi obra es que todo se basa en la palabra. No hago filmes mudos. Debo comenzar por lo que dicen los personajes. Debo saber lo que dicen antes de verlos hacer lo que hacen. Lo que sucede es que cuando se filman los componentes visuales, las palabras quedan oscurecidas”.

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Welles intentó sin fortuna adaptaciones de muchas obras literarias: ‘Guerra y paz’, ‘Crimen y castigo’, ‘Cyrano de Bergerac’, ‘Salomé’, ‘La vuelta al mundo en 80 días’, ‘Ulises’… Si exceptuamos las rarezas inacabadas de ‘Mr. Arkadin’ y ‘The Stranger’, solo ‘Ciudadano Kane’ carece en su filmografía de raíz literaria. Armó el guion con la experiencia de Herman J. Mankiewicz, curtido en producciones para Spencer Tracy o Clark Gable, pero también colaborador de los primeros disparates de los Hermanos Marx. En su segunda película, más seguro de sí mismo, adaptó ‘The Magnificent Ambersons’ de Booth Tarkington. Si antes de la proyección se leen las primeras páginas de la novela el espectador no dejará de oír repetidas frases y situaciones. La voz del narrador va arrebañando palabras de las páginas de la novela, y esa voz no puede ser otra que la del propio Orson Welles, voz enamorada del texto y presta a concluir las imágenes que lo envuelven con su célebre proclamación final: “Yo he escrito y dirigido esta película, y mi nombre es Orson Welles”.

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Las osadías visuales que jalonan ‘Ciudadano Kane’ permanecieron como rasgo de estilo en todas sus obras posteriores. Welles es contrapicado, gran angular, profundidad de campo, plano secuencia, énfasis sonoro, contraste lumínico. Welles es la gran espalda de su corpachón tapando la cámara, negando la transparencia del cine clásico. La gran pregunta es cómo envuelve con ese estilo ampuloso textos de procedencia tan diversa. Tal vez la ciudad kafkiana de ‘El proceso’, ajena al orden euclídeo, se adapte a esos objetivos que curvan el espacio y a las cámaras que reptan bajo el suelo. Pero con la misma mirada se acerca respetuosamente a los viejos versos de ‘Otelo’ y ‘Macbeth’ sin que la cámara deje de proponer ángulos no humanos. Y qué decir de su prolongadísimo esfuerzo tras Don Quijote, imágenes heterodoxas al tiempo que amorosas, heréticas como fiel homenaje al loco cervantino.

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Cuando las fuentes literarias tienen un aire más bastardo, el propio Welles-Falstaff se ocupa de darles un origen aventurero. Para la grandiosa ‘Sed de mal’, poco amigable con la novelita de un tal Whit Masterson –en realidad, un pseudónimo profesional al que se acogían dos escritores-, cuenta un malentendido entre la Universal y un Charlton Heston empeñado en que él la dirigiese: “¡Dios mío! Nunca leí la novela; solo leí el guion de la Universal. Tal vez la novela tuviese sentido, pero el guion era ridículo”. ‘La dama de Shanghái’, que no brilla por su claridad narrativa, procede de una acuciante deuda teatral del cineasta, que le lleva a telefonear a Harry Cohn, magnate de la Columbia: “Te tengo preparada una historia extraordinaria si me envías 50.000 dólares”. ¿Qué historia?, pregunta Cohn. “Yo estaba llamando desde la taquilla del teatro; al lado había un muestrario de libros de bolsillo, y le di el título de uno de ellos, ‘La dama de Shanghái’. Más tarde, leí el libro y era horrible; de manera que me senté y escribí a toda prisa una historia”.

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Si exceptuamos el toque de chistera de ‘Fake’, su carrera se cierra con la adaptación del cuento de Isak Dinesen ‘Una historia inmortal’, uno de los capítulos de una obra mayor proyectada para la ORTF, pero al que las dificultades financieras dejaron aislado con su formato televisivo de una hora. De nuevo encontramos una completa fidelidad al original sin renunciar a su estilo cinematográfico, más heroico si cabe por el bajísimo presupuesto que llevó a Welles a utilizar su casa madrileña como plató y a recrear Macao en la plaza mayor de Chinchón. Pero nada se echa en falta en las imágenes que traen la delicada novedad del color, adecuado al aire de fábula de la narración de Dinesen. Fábula sobre fábula, leyenda en pugna con la realidad en un nuevo magnate que cierra simétricamente su filmografía, ese Mr. Clay empeñado, y derrotado, en que las palabras de la ficción tengan soporte factual. Como advierte la obra de Dinesen, “ningún hombre en el mundo, ni siquiera el más rico, puede coger una historia que el pueblo ha inventado y contado, y hacer que ocurra”. Esa es potencia exclusiva del arte que Welles nos legó.

(publicado en La sombradel ciprés el sábado 23 de mayo de 2015)

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