Julia Kristeva se instaló en París en 1966, procedente de Bulgaria, donde había nacido veinticinco años antes y realizado estudios de lingüística y psicoanálisis. Con ese bagaje fue pronto captada por el círculo de la revista ‘Tel Quel’, cuyo redactor jefe, Philippe Sollers, acabó convirtiéndose en su pareja. Decir Tel Quel es decir estructuralismo y semiótica, los dos grandes ejes sobre los que iba a girar la generación de intelectuales más brillante de la cultura francesa del siglo XX, con perdón de los devotos del existencialismo: Lévi-Strauss, Foucault, Derrida, Barthes, Deleuze…
Las primeras obras de Kristeva se inscribieron en la ortodoxia semiótica, esa disciplina que prometía deconstruir cualquier manifestación artística o comunicativa. Para ambición tan desmesurada se elaboraron métodos y manuales que aburrían al lector mucho antes de pensar en su práctica, lo mismo daba que viniesen de Greimas, de Umberto Eco o de la misma Kristeva, autora entre otros de ‘El lenguaje, ese desconocido’. Pero pronto esos mismos semiólogos al servicio de una ciencia objetiva fueron inyectando la savia subjetiva con la que se fraguaron las obras singulares de Foucault sobre la locura, de Deleuze sobre el sentido en Lewis Carroll o de Barthes en torno al ‘Sarrasine’ de Balzac. No solo se edificaba un nuevo lector, sino que se pedía a ese lector su inmersión en el texto y su reconocimiento final en su tejido. ‘Roland Barthes por Roland Barthes’ lo pregonaba desde el título.
Julia Kristeva no desaprovechó la lección de sus compañeros de ‘Tel Quel’, y a lo largo de su treintena de obras, parcialmente traducidas en nuestro país, ha recorrido el camino que la llevó desde la ortodoxia semiótica y del psicoanálisis lacaniano a buscar obras y autores en los que detenerse y trenzarse: ‘El genio femenino’, que en tres volúmenes se acerca a Hannah Arendt, Melanie Klein y Colette; ‘Los samurais’, una novela en la que recrea los años sesenta del París intelectual que la amamantó; ‘Historias de amor’, sobre textos de Platón, Shakespeare, Baudelaire o Stendhal. Del lado del psicoanálisis, obras tan brillantes como ‘Sol negro. Depresión y melancolía’, o ‘Al comienzo era el amor: sobre psicoanálisis y fe’. En la estela femenina y feminista se ha acercado con reiteración a Santa Teresa, a la que ha dedicado la novela ‘Teresa, amor mío’, con la propia Kristeva embutida en una protagonista psicoanalista. Y en ese enredo con la biografía brilla su última publicación, al alimón con su marido Philippe Sollers, en donde cambia asesinato por matrimonio en la paráfrasis irónica del título de Thomas de Quincey: ‘Du mariage considéré comme un des beaux-arts’.
Emmanuel Carrère es dieciséis años más joven que Kristeva. Acabó Estudios Políticos en París, posiblemente influenciado por su madre, a la que las fichas biográficas adjetivan como sovietóloga, nada menos. De la oleada renovadora de los estructuralistas de los sesenta ha recogido, sobre todo en sus últimas obras, el descubrimiento del autor-lector empeñado en una escritura especular. Su orientación a la narrativa ficcional se manifestó pronto. En los ochenta publicó títulos como ‘El bigote’ o ‘Una semana en la nieve’ en los que mostraba el desasosiego que se puede ocultar tras la falsa tranquilidad de lo cotidiano. Ambos acaban de ser reeditados por Anagrama. Pero en esa carrera bien jaleada por la crítica algo le frenó y le hizo cambiar la imaginación por un cauce distinto, entroncado en sus experiencias y sus lecturas. Al comienzo de su última obra, ‘El Reino’, declara: “No escribo obras de ficción desde hace quince años”.
Parece que su influencia decisiva fue ‘A sangre fría’, de Truman Capote. Abandonar la imaginación y ahondar en los hechos fue su determinación, y cuando se topó con el caso de Jean-Claude Romand, que en 1993 mató a su mujer, a sus hijos y a sus padres para ocultar la cadena de mentiras que había sido su vida, se acercó lo que pudo al protagonista, y a la narración enterrada en las miles de páginas del sumario, sumario que finalmente se llevó a su casa y allí espera para devolverlo al asesino cuando acabe con su larga condena de prisión. “El adversario’ fue el resultado de ese giro, en el que además de constituirse en lector de vidas ajenas, él mismo se iba introduciendo como objeto de atención analítico, lo que le alejaba definitivamente de la mirada distante de Capote. Las siguientes obras, ‘Una novela rusa’, ‘De vidas ajenas’, abonaron esa estrategia de mirilla múltiple e implacable hasta culminar con ‘Limónov’, retrato de un personaje tan fascinante como repugnante con el que Carrère se confronta directamente en las páginas.
La apoteosis de esa autoficción sembrada por los renovadores de los sesenta llega ahora con ‘El Reino’, donde Carrère entra sin pudor en su pasado católico para lanzarse hacia las fuentes evangélicas y bíblicas que le cautivaron hasta convertirle en un creyente de comunión diaria. El autor, agnóstico en su juventud, converso firme a los treinta años y otra vez agnóstico, perplejo por su etapa anterior, se ve como el Pablo de Tarso que en su juventud perseguía cristianos para, tras el rayo de Damasco, convertirse en cabeza de quienes perseguía, y traslucir en sus cartas a los gálatas –seductora hipótesis la de Carrère- su temor a que el futuro le vuelva a cambiar de orilla: “Aun cuando yo os dijera algo distinto de lo que os he dicho, no deberíais creerme”. La identidad, tanto la de Pablo como la de Carrère, resulta ser una suma inestable, contradictoria, porosa. Fascinante aventura, gran escritura.
(La sombra del ciprés, 19 de septiembre de 2015)