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Jorge Praga

Hoy empieza todo II

Las manos de Alberto García-Alix

Alguna de las películas clásicas de Hollywood arrancaban con el plano de un libro que se abría y mostraba en sus páginas la historia que se iba a narrar; las letras se fundían en las imágenes y la película se ponía en marcha. En la exposición que Alberto García-Alix presenta en el MUSAC hay dos vídeos que cumplen una función parecida: en ellos unas manos abren el libro ‘Bikers’ y despliegan una tras otra sus fotografías moteras. Las mismas manos pasan al volumen titulado ‘Los malheridos, los bien amados, los traidores’, cuyas páginas albergan un muestrario de tipos capturados en los ochenta y noventa del pasado siglo. Esas dos fuentes, motos y retratos, van a trepar desde los libros a las paredes de la muestra, y en ese tránsito se va conformando la historia de los últimos 25 o 30 años del artista desvelada por sus manos, las manos enjutas y tatuadas que tantas veces han sostenido la cámara.

Resultado de imagen de Bikers Alberto García-Alix

Cuando en otoño de 2002 Richard Avedon presentó en Madrid su colección de retratos de gente anónima del Oeste estadounidense, ‘In The American West’, el periodista Ignacio Vidal-Folch le preguntó en una entrevista en El País qué es lo que buscaba en esos seres desconocidos y lejanos un fotógrafo como él, conocido por sus trabajos sobre cuerpos refulgentes de la moda. “El setenta por ciento del trabajo consiste en elegir el modelo, quién pueda expresar lo que soy, con quién puedo escribir mi autobiografía. Porque escribo mi autobiografía con las caras de otra gente, y, por tanto, no todo el mundo, no toda cara me sirve. Cuando encuentro la relación conmigo, puedo tomar la foto. Cuando no, no sale más que una foto de pasaporte”. Si Richard Avedon se reconocía en aquellos rostros adustos de mineros, culebreros, cajeras de supermercado o apicultores mordidos por sus criaturas, más fácil de admitir es la relación especular que García-Alix mantiene con los habitantes de sus imágenes: las motos que ha cabalgado desde que su padre le regaló una Ducati a los trece años, y la gente especial que se ha cruzado en su camino desde las aceras de la Movida madrileña.

Una primera parte de la exposición la componen imágenes del pasado, seleccionadas en los libros citados, y custodiadas en vitrinas a manera de sarcófagos –la fotografía embalsama el tiempo, decía André Bazin-. Los moteros de ‘Bikers’ se muestran casi siempre en planos de conjunto de jinete y cabalgadura, orgullosos de su tribu, firmes, también serios y casi solemnes. Captados en concentraciones al aire libre o en la puerta de su garaje, traslucen la energía del viaje que les espera, la ilusión de la fratría, los horizontes inagotables del paisaje. Son moteros de una pieza desde las gafas hasta el último tatuaje, y quien les cuida y escribe al otro lado de la cámara es su semejante.

Los retratos extraídos de ‘Los malheridos, los bien amados, los traidores’ van ensartados por un hilo más sutil que la pertenencia a la hermandad motera. García-Alix se ocupa de gente que llama su atención, fugaces como una conversación en un bar o estables en la amistad. Tipos singulares, gallardos, de chupa ajustada; o de traje bien planchado, como el del muchacho que sostiene a su hija con seguridad inverosímil con una mano, la otra en el bolso con arco chulesco, raya impecable en los pantalones, cigarro cruzado, y la chica que se apoya en él para componer un cruce de piernas que saca un vértice perfecto a su minifalda. Una composición magnética sobre el asfalto pelado y fondo de pintadas en la pared.

En esos tipos que a veces tantean el comienzo de una sonrisa, que en otras se duelen de heridas y derrotas, el artista se cuenta y se reconoce, va y viene hacia ellos buscándose, se modela con las manos que sostienen la cámara y que pasan las páginas del libro de su vida. Malheridos, bien amados, traidores, “bajo esos epígrafes cabemos todos” dice el artista. Y el espectador, lejano o cercano a ellos, siempre alentado por el combustible de la resplandeciente estética, puede encabalgarse en algún trazo de ternura, en la filia de una cicatriz, en el espectáculo ingenuo de buscarse en el disfraz o en los amigos que arropan.

Pero, ay, el tiempo avanza sobre el cuerpo y los afectos, y la mirada ya no puede ser la misma. La otra parte de la exposición trae sus fotos recientes, veinte o treinta años de distancia con las anteriores. Veinte o treinta años en los que el autor se ha quebrado las piernas varias veces, visitado por enfermedades serias, mudado los ojos sin abandonar sus temas preferidos. Las motos que las pueblan renuncian a la plenitud del conjunto y a los horizontes que se presentían en el fuera de campo, y en una sinécdoque angustiosa se sustituyen por fragmentos y sombras. “Una metáfora sobre la moto que permite reconocerla incluso sin verla”, indica el autor, que a veces deja su objeto amado reducido a tubos, a radios de ruedas, a cables, en una materialidad agresiva que puede traer a la cabeza las metamorfosis literales de Robert Mapplethorpe. La promesa del viaje ya no tiene cabida en la imagen, concentrada sobre sí misma, encerrada por las manos de García-Alix en un encuadre sin puentes hacia el espectador.

Este diálogo interrumpido se extrema en la zona de retratos, en que de nuevo un objetivo con presbicia parcela a sus seres en cabelleras escasas y rebeldes, en rostros que se escabullen, también en cuerpos mutilados o enrarecidos, sin soportes sociológicos o generacionales como los que tendían redes de acogida en los años de la Movida. Ahora la rareza es sufrimiento. El desnudo de una embarazada se puntea por su brazo cortado, o el enorme rostro frontal de una chica se desequilibra por un ojo medio cerrado que introduce una sombra de inquietud y resalta más los accidentes del cutis, sin que mueva a la empatía. Alguno de sus cuerpos se reduce a sus cicatrices, a la piel cosida. No hay ternura en la mirada del objetivo, sino otredad, rotura, descomposición. El espectador se queda siempre en el lado de allá, sin filias por las que transitar que no sean la admiración estética en cada revelado impecable. Incluso la foto limpia de una muchacha con el pelo revuelto y los hombros descubiertos, recorridos por las cintas del sujetador, deja una fiereza y una cerrazón inexplicables. Y si se sabe algo del fotografiado esa información se ve traicionada en la imagen: Agustín García Calvo, el verbo más resplandeciente, las patillas más envidiadas, queda reducido a una faz balbuceante en la que todo cuelga, a unos ojos sin vida y a una boca torcida en la que no quedan palabras. No es de extrañar que otra de sus obras traiga la visión trasera de una estatua, un fragmento petrificado que se añade sin darse cuenta a esta colección de expulsados que cierra el libro de Alberto García-Alix. A diferencia del clásico de Hollywood, en este no hay final feliz. Tampoco infeliz. En realidad hay extinción, agotamiento, vida replegada. Sombras del viento.

(publicado en La sombra del ciprés el sábado 10 de octubre de 2015)

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