Punto de Encuentro. Sábado 24 de Octubre
Los contrastes suelen arrojar claridad. También distancias y distinciones. Fue lo que sucedió en el arranque de Punto de Encuentro entre un corto y un largo. Diferencia de metraje, pero también de concisión, de claridad de objetivos, de conciencia narrativa. En ‘Stutterer’ el debutante Benjamin Cleary solo disponía de trece minutos para contar la dramática historia del chico tartamudo que no logra decir dos palabras seguidas; salvo en el ordenador, donde su escritura fluye que se las pela, sobre todo cuando intercambia mensajes con su pareja digital. El resto queda dentro de su cabeza, servido por una indiscreta voz que nos revela sus pensamientos. El forcejeo se tensa cuando su chica le pide un encuentro de verdad. Una historia bien llevada y mejor interpretada, ajustada a la anécdota, con los lógicos homenajes del principiante que quiere mostrar sus amores (desde ‘Franny and Zooey’ de Salinger, delicado regalo para la chica, hasta su lectura de cabecera, ‘At Swim-Two-Birds’ de Flann O’Brien, tan irlandesa como el director). Ganar en trece minutos la emoción del espectador no es poco, y los aplausos finales lo corroboraron.
La antítesis vino con ‘Princess’, de la israelí Tali Shalom Ezer, más bregada que su compañero de sesión en mediometrajes y documentales anteriores. Cuál es su argumento, qué cuenta, o bien qué quiere contar. Buena pregunta, que hay que dirigir hacia esa zona oscura y no muy cinematográfica de la psicología de los personajes, del pozo de los sentimientos, del alma de la culpabilidad y la experiencia. Si ese es un terreno pantanoso, el lodazal se espesa mucho más cuando la protagonista es una chica que está atravesando el paso decisivo de la infancia a la adolescencia, llegada del período incluido. Narrar esa edad insegura necesita de acompañantes que enmarquen las situaciones, que ayuden un poco en el naufragio. Pero la directora israelí insiste en la rareza. La niña-adolescente Adar vive rodeada de una madre desatenta y disparatada, y de un padrastro que une a las maldades establecidas por los cuentos infantiles un estado de lujuria inagotable, facilitada por el benévolo clima mediterráneo que le tiene siempre en ropa interior. Un cuarto protagonista se instala en la casa, un muchacho ambiguo que a veces parece más una proyección fantasmática que un visitante real, y que aumenta el desasosiego.
Con esos mimbres se hace difícil tejer una narración. Las escenas, ocupadas por conflictos repetitivos, se suceden sin que el espectador pueda agarrarse a alguna claridad, caminar hacia algo parecido a un desenlace. La cámara se empeña en primeros planos que indaguen detrás de los rostros, en las inaccesibles mentes, y una machacona música de sintetizador con rasgueos de guitarra busca una atmósfera densa que es más bien parálisis. Los noventa minutos se hacen eternos. Un silencio cansado pero liberador acogió el final de la película.