Seminci
Caro Diario. Martes 27 de Octubre de 2015
La sala de cine de estos tiempos, el cine cotidiano que nada tiene que ver con los entusiasmos y entusiastas del Festival, nos tiene acostumbrados a la generosidad de espacios y butacas. Te colocas donde quieres, lejos de un foco de palomitas o de unos inclementes comentaristas. Hay butacas para todo y para todos, con espacios interestelares entre espectadores, cuando no soledades inquietantes.
El patio de butacas de la Seminci destruye de un plumazo todas esas ventajas, que los más sociables ven como inconvenientes. Un asiento numerado, rodeado por acompañantes desconocidos que reviven alarmas antiguas y generan otras nuevas. Aunque parezca raro en el refinamiento del Festival, me ha tocado en los asientos de atrás una pareja que no dejó de comentar la película, y en la que no hizo mella mis miradas de reprobación Llegué a sospechar que pertenecían a aquel inolvidable grupo de señoras bastante mayores, algunas muy cortas de vista, que se instalaban en las primeras filas de la Filmoteca de Caja España en Fuente Dorada, con la de mejor visión leyendo a las demás los subtítulos que no alcanzaban a ver. Cine radiado.
Pero los nuevos tiempos también traen enemigos renovados. Las presentaciones de películas desde el escenario movilizan brazos en alto con móviles y tabletas que quieren captar el momento inolvidable en que el productor de un cortometraje belga balbucea unas palabras de presentación. Pero no se lleva un móvil o una tableta solo para eso. Sirven también para iluminar la sesión –nunca mejor dicho lo de iluminar- con la búsqueda de un dato, el entretenimiento de un mensaje, o como hizo mi compañera de ayer tarde, como linterna para sus anotaciones en un cuaderno. Y además valen como marcadores de aburrimiento. Si antes el gesto que lo señalaba era la persistente consulta del reloj, ahora es la ventana encendida del móvil la que denota el tedio que llega desde la gran pantalla. En otra sesión mi vecino de butaca consultó su aparato cinco veces, hasta que tomó la decisión más razonable y liberadora para todos: largarse.