El 23 de noviembre de 1974 el cineasta Werner Herzog salía muy pronto de su casa de Múnich: “Cogí una chaqueta, una brújula y una bolsa de lona con lo imprescindible. Mis botas eran tan sólidas y nuevas que confiaba en ellas. Tomé el camino más directo a París”. Durante tres semanas caminará guiado por la brújula, salpicado de barro, muerto de frío, con los pies en perpetua queja. Alcanzará París con una libreta repleta de anotaciones que luego formalizará en un libro esencial: ‘Del caminar sobre hielo’, reeditado por la editorial Gallo Nero en una traducción de Paula Aguiriano Azpurua que mantiene el frenesí de la prosa viajera.
Werner Herzog realizó el viaje impelido por una idea extraña, una suerte de sacrificio o penitencia pagana por la que esperaba obtener el don que más deseaba como cineasta: la curación de Lotte Eisner, la “Eisnerin”, una historiadora del cine que había apoyado como nadie a los jóvenes del ‘Nuevo cine alemán’, y que acababa de ser hospitalizada en París. Así que sin pensarlo poco o mucho sale de su casa repitiendo: “La Eisnerin no puede morir, no morirá, no lo permitiré. No morirá, no lo hará. Ahora no, no puede. No, no morirá ahora porque no morirá. Mi paso es firme”. Un impulso que le convierte poco a poco en un vagabundo, un extraño que atemoriza a aquellos con los que se cruza. El invierno llega anticipadamente y descarga sobre su cuerpo nieve, agua, granizo; niebla y humedad. Duerme en casas desocupadas en las que fuerza la cerradura, en pajares, en capillas. Su cuerpo maltratado y de piel entumecida se va mimetizando con la naturaleza siempre hostil: “A través de un bosque, un bosque silencioso con hojas de trébol en el suelo empapado de nieve. Mientras cagaba, una liebre ha pasado a poca distancia de mí y no me ha visto. Alcohol en el muslo izquierdo, que a cada paso me duele de la ingle para abajo. ¿Por qué es tan doloroso caminar?”.
En la crónica no hay lugar para la armonía con el paisaje o el descubrimiento de lazos humanos. Los días, uno tras otro, son ásperos y encabritados, consumidos en el esfuerzo de avanzar y avanzar sin apenas dulzura ni belleza. Su cabeza va dispersándose en imaginaciones que están a punto del delirio. “De pura soledad, mi voz no quería sonar y solo he podido proferir sonidos agudos, no he encontrado el momento adecuado para hablar y me he avergonzado”. Al fin del camino, París: “Estaba avergonzado y he puesto mis pobres piernas sobre una segunda butaca que ella me ha acercado”. Ella es la enferma, Lotte Eisner, conmovida hasta la curación. Vivió todavía nueve años más, hasta los ochenta y siete.
Lope de Aguirre ante la cólera de Dios, Kaspar Hauser niño salvaje para siempre, Fitzcarraldo llevando la ópera al corazón de la Amazonía. Ya sabemos dónde se inspiró Herzog para modelar a sus protagonistas en combate con la naturaleza inhumana, culminados con el Tymothy Treadwell de ‘Grizzly Man’, el documental sobre el amante de los osos que termina siendo devorado cámara en mano por uno de sus preferidos. Es un buen contrapunto a ‘Mis años grizzly’, de Doug Peacock, otro empecinado observador de osos con más suerte o prudencia que el desafortunado Tymothy. Posiblemente su paso por Vietnam, entreverado en la narración, le afiló la supervivencia. El libro de Peacock inaugura la colección Libros Salvajes de Errata Naturae, acogida al lema “Todo lo bueno es libre y salvaje” de Henry David Thoreau.
Nada que ver con Herzog este lema, pero al menos sus últimas palabras, libre y salvaje, pueden conectar con el territorio que explora el filósofo Michel Onfray en ‘Estética del Polo Norte’. Al igual que en Herzog, un mandato interior está en el arranque de su viaje. Su padre, nacido en Chambois, Normandía, nunca había salido de su pueblo. Onfray recuerda la pregunta que le hizo en su infancia mientras le ayudaba a sacar patatas: “¿Dónde querrías ir si un genio te ofreciese un viaje?” “Al Polo Norte”, respondió el padre. En su ochenta cumpleaños vuelve sobre aquel deseo, y como regalo los dos se marchan más arriba del Círculo Polar, a Tierra de Baffin, en el noroeste de Canadá.
En las semanas que pasan allí experimentan sensaciones únicas sobre una naturaleza extrema de espacios infinitos sumergidos en una temperatura muy por debajo de lo soportable. El frío “transforma el cuerpo en herida”, y la percepción pierde sus confines: “En este mundo sin voces humanas, sin presencias civilizadas, sin signos culturales, los animales ayudan a encuadrar el paisaje en su materialidad genealógica”. Para poner los pies en el suelo, para entender y organizar el entendimiento, solo cabe el acercamiento a sus pobladores, los inuit. Onfray traslada a su elegante prosa el choque tremendo ante una cultura que vivió durante milenios ajena a la agricultura y a la ganadería, sin días ni noches, sin escritura ni contacto con otras civilizaciones. Una cultura que desde mediados del siglo pasado es penetrada por los intereses occidentales, y se ve forzada a abandonar su vida nómada de iglús, arpones, perros, trineos, caza y pesca libre, chamanes, mitología: su identidad. En el Gran Norte que recibe a Onfray los inuit están cerca de ser unos desheredados similares a los indios de Norteamérica, encerrados en poblados artificiales donde las drogas, el alcohol y la aculturación los devoran. Onfray tiene la suerte de convivir con un testigo del pasado, Atata Pauloosie, que a sus 74 años tiene en la cabeza las narraciones genésicas de la mitología inuit, y aun atesora el sortilegio con el que llamar al “nanuq” en la noche y que el oso blanco se deje ver. “Pauloosie y mi padre, aun siendo personas silenciosas, taciturnas, no pararon de comunicarse en silencio durante nuestra estancia polar”. En el campamento de las primeras noches, “en el ambiente del comienzo de la humanidad”, el anciano inuit reconoce a otro anciano, de mayor edad que él, y en un gesto que sobrevuela culturas, se ausenta y vuelve del fin del mundo con el presente más precioso, una silla. “Aun se me encoge el pecho al recordarlo”, rubrica Michel Onfray. Sobre una naturaleza infinitamente más hostil y extranjera que la que atravesaba Herzog, la mirada del filósofo logra construir puentes de curiosidad y acercamiento, puentes de dignidad sobre pilares humanos.
(publicado en La sombra del ciprés el sábado 19 de marzo de 2016)