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Jorge Praga

Hoy empieza todo II

Pronto veré a Julieta

Una tela roja cuelga y se agita formando volúmenes y creando tonalidades naranjas, tejas, pliegues que se pierden en lo oscuro, mientras la música la envuelve con sonidos graves y oscilantes. Un plano atractivo, misterioso hasta que vamos descubriendo que es la blusa movida por la respiración de Julieta, la protagonista de la última película de Pedro Almodóvar. Blusa, blusón, túnica de cuerpo entero cuando la vemos erguida. El paño informe traía sugerencias: telón que se alza, fetiche de la historia, promesa de desvelamiento. Al retroceder la cámara la interrogación desaparece sin que nos sirva lo revelado, pues es un saber instrumental, de corto alcance. El otro saber, el que refiere el paño a sus zonas oscuras, a la agitación que lo recorre, queda flotando, aguardando.

 

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Casi todo en la película queda flotando, a la espera de una información que no llega: el personaje del suicida, que trae los primeros remordimientos a Julieta; el ciervo sobre la nieve, mágico, irreal; los amigos de Beatriz, con la cara siniestra de labios pintados; la madre de Julieta, apartada y postrada; la relación de Beatriz y Antía, siempre en contracampo; las extrañas motivaciones de Marian, la mujer que interpreta Rossy de Palma; la intermitente perseverancia de Lorenzo, el novio de Julieta; y como hueco absoluto el abandono de Antía, su huida acorazada.

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Las mujeres son el centro del relato, lo que no es novedad en el cine del Almodóvar. Pero son algo más que mujeres: son madres. Julieta lo es de Antía, y su embarazo la lleva de su vida de profesora a compañera de un marinero. Julieta viuda se cierra aún más sobre su función de madre, sin saber cómo gobernar la adolescencia de Antía. La madre de Julieta adquiere vuelo cuando abre un hueco en su cama para su hija. Antía revuelve la historia como madre fuera de campo. Como también la revuelve en la cabeza de Julieta el anuncio de que la compañera de su padre ha tenido un hijo. Maternidad: un fuerte y oculto cordón umbilical que une asimétricamente a la madre con la hija. Un cordón indestructible que no explica ni aclara, que trae situaciones como la de los sucesivos cumpleaños de Antía, con la tarta en la basura. ¿Escribe Antía esa felicitación ridícula a sí misma para hacer daño, más daño? Las madres aguantan, sufren, no cabe renuncia ni olvido. Es una condición definitiva, cubierta por la tela roja del comienzo. Y si se aguarda una explicación en el plano final del viaje hacia el reencuentro, la cámara se aparta, vuela fuera de la carretera, abandona la película.

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Frente a la femenina tela roja del comienzo unas manos posan un muñeco fálico que  es envuelto en plástico y apartado. Así son los hombres en esta película, marginales, desdibujados, encerrados en el esquema del muñeco, agotados en un adjetivo: el marinero, el suicida, el escritor prendado de Julieta, el padre que pasa de maestro a labriego. Ninguno despliega problema propio, vida independiente. Son necesarios para la marcha de la historia, para la continuidad del eslabón maternal, pero luego se apartan, como el muñeco.

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“Mi cine es puro artificio, lo que me interesa es la representación”. Almodóvar ha labrado un estilo que aquí descarga de sus guiños habituales y se queda con lo esencial: los fondos cargados de los interiores; las entradas laterales de los personajes; la cercanía de los rostros; la música rumorosa, persistente y sorda; los colores planos, las combinaciones sorprendentes; las pausas. El artificio se hace patente, no hay intención de transparencia ni asidero de realismo. Julieta encadena dos caras, dos actrices, fundidas no en un parecido sino en el vínculo secreto de su maternidad. Es cine, ofrecimiento de su tejido, exhibición de sus materiales. Pero nunca pretensión de distancia, sino al contrario, búsqueda tensa del corazón del espectador frente al paño rojo.

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El artificio se instala en torno a un melodrama seco, de muy pocas lágrimas. Almodóvar quiere abatimiento, mujeres que carguen con una comezón interior, con una inquietud que no aflora, para la que no valen los llantos de la descarga pública, del alivio. El desgarro se queda dentro, se fortalece, también se oculta. “No quiero verlo todo”, dice Almodóvar. Su cámara fija en el trípode no se mueve con rapidez inquisidora ni abarca el espacio con grandes angulares. Las preguntas que quedan sin respuesta y el enigma central de Antía están más allá de lo visible.

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Estas mujeres redoblan la conciencia del cordón al que están atadas cuando llegan a ser madres. Y lo fortalecen más aún cuando el cordón se alarga hasta desconocer dónde ha ido a parar el otro extremo. “Ay, cuánto daría yo, por verte una vez más”, implora Chavela Vargas en la canción final. Cristina Pedroche provocó una polémica digital hace unas fechas cuando comentó en Twitter que si tenía un hijo no lo querría tanto como a su marido. Y daba como razón, tras los ataques sufridos, que los hijos crecen y vuelan por su cuenta. No habrá visto ‘Julieta’, no sabrá de ese discurso sobre la ligazón maternal por encima de tiempos y distancias.

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Para el giro que da Pedro Almodóvar a su cine femenino Alice Munro le suministra la energía primaria, tomada de tres relatos suyos, ‘Destino’, ‘Pronto’ y ‘Silencio’. Alice Munro, madre de tres hijas.  En ‘Pronto’ alarga y detalla la visita de Julieta a sus padres. Una tarde reciben la visita de un pastor anglicano que acaba en una discusión sobre la fe de cada uno. La madre de Julieta confiesa cuál es su fe, a la que se agarra cuando las cosas se tuercen: “¿Sabes lo que pienso en esos momentos? Pienso, muy bien. Pienso… Pronto. Pronto veré a Julieta”.

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