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Jorge Praga

Hoy empieza todo II

George, has ganado

Los libros que más quiero de John Le Carré me guardan el amor con evidentes dificultades geriátricas. Son ediciones baratas de los setenta, ochenta o incluso noventa, que se sostienen como pueden en los estantes. Los de Plaza & Janés aguantan algo mejor la vejez en sus tapas de colores chillones, pero a los de Bruguera se les fundió el pegamento hace mucho, se descuartizan por el lomo y sueltan sus hojas sarmentosas sin retorno posible a un acomodo correcto. ‘El topo’ es el que más pena, y cariño, y lectura desprende, sujetado por las otras dos novelas de la trilogía de Karla: ‘El honorable colegial’ y ‘La gente de Smiley’. Han llegado después reediciones menos cutres, prestas a formar pilas en los grandes almacenes, atentas a películas o series que animen las ventas. Siempre lejos de las ediciones cuidadas que merece la categoría literaria de su autor. Ahora, con la novedad de sus memorias, Planeta reedita las primeras novelas protagonizadas por Georges Smiley: ‘Llamada para el muerto’ y ‘Asesinato de calidad’, escritas a principios de los sesenta. Las traducciones, intocadas tras cincuenta años.

 

Entre las veintitantas novelas que suma John Le Carré, Smiley solo es protagonista en las cinco del párrafo anterior; también cuenta con apariciones laterales en ‘El espía que surgió del frío’ y ‘El espejo de los espías’, más una especie de lección final en ‘El peregrino secreto’. Suficiente para escenificar con poderío inigualable el campo de batalla europeo en torno a los sesenta: la guerra fría, un oxímoron acrecentado por la peculiar personalidad de Georges Smiley. Como dice Carlos Pujol en su prólogo a ‘El topo’, él es un hombre que no está hecho para el triunfo. Empezando por su físico: rechoncho, bajito, gruesas gafas, vestido con trajes de talla mal calculada. “No soy más que un viejo bastante gordo varado entre el pudding y el oporto”. Su personalidad nos la avanza con precipitación su mujer Ann en el párrafo inicial de la primera novela: “Tremendamente vulgar”, aunque pronto detectamos la compleja máquina interior que funciona bajo los silencios de Georges Smiley. Y ahí surge el reto: cómo interesar al lector en el ejercicio mental de un protagonista que habla poco y actúa menos, y que en su intimidad resguardada va desarrollando un plan que llega con cuentagotas a la superficie de la escritura. Su posición de encajador le obliga a extremar el cuidado de su arma preferida: escuchar. Así le describe el ojo del narrador: “Smiley había adoptado la postura de un Buda inescrutable. Estaba sentado con el tronco echado hacia atrás, las cortas piernas dobladas, la cabeza inclinada hacia adelante, y las manos cruzadas sobre el generoso estómago. Tenía cerrados los ojos de hinchados párpados, tras los gruesos cristales de las gafas. Su único movimiento era el de limpiar los cristales de las gafas con el forro de seda de la corbata, y cuando lo hacía en sus ojos había una mirada desnuda, húmeda, que resultaba un tanto inquietante para quienes se fijaban en ella”. Todo circula entre líneas, también el tormento de las infidelidades de su esposa. Tal vez Le Carré trasladó a su personaje, además de la pasión por la literatura alemana del siglo XVII que estudió en Oxford, la desolación de su hogar cuando su madre huyó y le dejó al cuidado de su padre.

La escritura se pone al servicio de ese jefe de espionaje tan especial, tan a contraestilo, que diría Curro Romero. Una escritura que en las dos primeras novelas atiende a los hechos y su engarce, bien que salpicada por observaciones y salidas que la elevan. Pero cuando once años después, en 1974, Le Carré vuelve con ‘El topo’ a los escenarios del Circus, la bruma confunde los lugares y los personajes engrosan su carácter con las apoyaturas de un tiempo que desborda el presente escueto de la acción. El resultado es una geografía propia, bautizada con nombres que las páginas van enriqueciendo: el Circus, el parvulario de Sarratt, el poder de Whitehall. Una geografía enroscada en palabras que se esfuerzan por apresar olores y sensaciones: los corredores del Circus huelen “a col rancia y al líquido limpiador de las máquinas de escribir”; una antigua auxiliar deja un rastro  “a whisky, a medicinas y a vejez”; una mujer lleva “el pelo muy corto, teñido del color de la nicotina”. Un fluido de escritura que no descansa ni parece ofrecer resultados tangibles, que no se reconoce en la lógica binaria de los opuestos, ya sean occidentales o soviéticos, buenos o malos, leales o traidores. En cada acción respira la lógica difusa de mil cabezas. En una discusión entre Smiley y Ann, esta le dice: “Estás equivocado”. “El que yo esté equivocado –responde Smiley- no significa que tú tengas razón”.

El final de estas novelas deja su universo algo más pacificado. Pero no hay fuegos artificiales que celebren al vencedor. Lo que descubre Smiley es otra parte de sí mismo, una veta común que le une con los culpables y los enemigos. El traidor, el rival, no está muy lejos de sus sufrimientos. Cuando en el inolvidable final de ‘La gente de Smiley’ logra la deserción del jefe soviético, Karla, y se cruza con él, ambos intercambian una mirada en la que “cada uno vio en los ojos del otro algo de sí mismo”. Derrotar al enemigo es un acto de introspección, de conocimiento, de reconocimiento. A la felicitación con la que se cierra la saga, “George, has ganado”, Smiley solo responde con un lacónico “Supongo que sí”. El triunfo es silencio, página en blanco, herida común.

(publicado en La sombra del ciprés el sábado 8 de octubre de 2016)

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