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Jorge Praga

Hoy empieza todo II

Himnos y heridas de guerra

El peruano Joel Calero, director de ‘La última tarde’, preguntaba, y se preguntaba, en el coloquio que siguió a la proyección: “¿Son una pareja que fueron guerrilleros, o unos guerrilleros que fueron pareja?”. En la articulación de esos dos núcleos, guerrilla y amor, reside la estructura de esta estimable obra. Una articulación que obliga a los dos protagonistas a retroceder casi veinte años, cuando compartían vida sentimental y militancia en el Movimiento Revolucionario Túpac Amaru, y no en Sendero Luminoso, como induce a pensar alguna mención que los espectadores no peruanos deslindan con dificultad. En el presente de la narración se encuentran los dos en un juzgado para disolver su vínculo matrimonial, una gestión de pocos minutos, pero una complicación burocrática les obliga a esperar durante horas; y ese es el tiempo y el espacio de la película, un cara a cara –magníficos Katerina D’Onofrio y Lucho Cáceres- que al principio se llena con información banal del transcurrir de las vidas, pero que poco a poco se tensa sobre puntos calientes y preguntas pendientes.

El diálogo se rueda en unos fluidos planos-secuencia de paseo por las calles de Lima, planos frontales de varios minutos de duración que exigen a los intérpretes una concentración absoluta y que indirectamente dejan ver unos barrios agradables cerca del mar. Pequeños matices y detalles van conformando sus personalidades, alegre ella, lúgubre y violento él. Y cuando ya está cerca la despedida, una serie de circunstancias fortuitas hace que estalle la tensión que se ha ido acumulando, que se lancen los interrogantes espinosos y se abran las sospechas de traiciones y huidas. La película es lo suficientemente inteligente para no dar respuesta a todos los enigmas, tal vez porque esa respuesta nítida no existe de forma objetiva. Cada cual salvó el pellejo como pudo, retornó a sus orígenes, burgueses ella, populares él, y veinte años después no hay juicio inapelable sobre los hechos. De ahí, y de la insistencia de Joel Calero de reproducir “un buen final” según el sentir de la sociedad peruana sobre esos años, que la película lleve un colofón que no es desenlace sino puerta de esperanza.

Raperos en Lod

Palestinos aficionados al hip-hop. Tráfico de drogas, mafias. Marginación. Brutalidad policial. Destrucción de casas de palestinos exiliados en 1948. Mujeres vigiladas por sus familias, amenazadas de muerte si cantan en público. Influencia creciente del Islam. Conciertos de jóvenes raperos. Convivencia imposible de palestinos y judíos. Hacinamiento, suciedad… ¿Todo eso en una película de duración normal?

El problema de ‘Junction 48’ no es la falta de temas, desde luego. Su director, Udi Aloni, ha rodado partiendo de un guion ajeno, y demuestra pericia en las tumultuosas escenas de los conciertos, en la fotografía de unas calles miserables, en la fluidez de las persecuciones y acciones violentas. Pero no logra vertebrar la narración, ni edificar personajes sólidos. Su protagonista solo tiene coherencia cuando rapea, pues antes y después pasa de ser un juerguista desatado a un enamorado tierno y un hijo solícito. Su madre, militante comunista, se convierte al Islam y ejerce de exorcista. Y así todo, dando tumbos y saltos salvo cuando llega un concierto y la música nos arrastra. La esperanza del director es que su película “abra el corazón de la gente europea hacia los refugiados árabes”. Los aplausos confirmaron la sensibilidad del público hacia ese drama.

(de Punto de Encuentro)

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