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Jorge Praga

Hoy empieza todo II

Una pasión callada

Las dos películas que dieron fama internacional a Terence Davis, ‘Voces distantes’ (1988) y ‘El largo día acaba’ (1992), arrancan de manera muy parecida: la cámara, en medio de la lluvia, penetra en una casa de estilo victoriano hasta encontrarse con la estrecha escalera. Detenida la mirada frente a sus peldaños, la vida empieza a bajar por ellos. En forma de voces que traen los saludos mañaneros de la familia, en ‘Voces distantes’. Restituyendo la imagen del niño que se entretenía en sus peldaños en la otra obra. La casa, y la escalera como columna vertebral, albergan la memoria de lo que pasó por ella, y basta que una escucha atenta y unos ojos respetuosos la interroguen para que se desencadene su legado.

“La casa es nuestro rincón del mundo. Es nuestro primer universo. Es realmente un cosmos”, escribe Gaston Bachelard en ‘La poética del espacio’. Esa casa, alma y resumen de la existencia, la volvemos a encontrar en ‘Sunset Song’ (2014), la adaptación de Davies de la novela homónima del escocés Lewis Grassic Gibbon. Por el imperturbable edificio de la granja Blawearie discurre la vida de la familia Guthrie. Mueren los padres, la hija se casa, llega descendencia, el marido es fusilado en la Gran Guerra, y todo se cuenta sobre la exacta geometría vertical de las estancias unidas por la escalera. Las inferiores, abiertas a las visitas y a las novedades; las superiores, reservadas a la intimidad, a la muerte, a los partos. “La casa es imaginada como un ser vertical. Se eleva. Se diferencia en el sentido de su verticalidad”, leemos en Bachelard. En el juego de ejes cartesianos bidimensionales la horizontalidad reclama el intercambio social, el dentro-fuera. Los muros detienen el frío del clima y de la vida y permiten la porosidad de las ventanas, de la puerta franqueable hacia el barro y los campos abiertos. De nuevo Bachelard: “Frente a la hostilidad, frente a las formas animales de la tempestad y el huracán, los valores de protección y de resistencia de la casa se trasponen en valores humanos. La casa adquiere las energías físicas y morales de un cuerpo humano”. Chris Guthrie, la protagonista de ‘Sunset Song’, es la casa de Blawearie. Si preguntamos por ella a la escalera nos responderá con dos horas torrenciales de cine.

Nada más terminar ‘Sunset Song’, que tuvo una producción muy complicada, a Terence Davies le llegó la posibilidad de rodar un proyecto sobre el que llevaba trabajando seis años: ‘Historia de una pasión’ (‘A quiet passion’, título original mucho más ajustado), sobre la vida de Emily Dickinson. Es decir, la vida que llevó en Amherst, el pueblo de Nueva Inglaterra, una existencia cada vez más enclaustrada y finalmente reducida a una habitación. El desafío comienza por la reconstrucción del edificio, para lo que el equipo de rodaje se documentó en el Museo situado en la propia vivienda de la escritora. Pero el problema es mucho más amplio que la fidelidad a un edificio. El objetivo es diseñar y construir, cinematográficamente, la casa como alma de la actividad de Emily Dickinson, la casa como morada de la poesía.

En el arranque de la película la severa rectora de un seminario femenino interroga y selecciona a las alumnas, Emily entre ellas, que se queda sola con sus convicciones frente a la mirada condenatoria de la maestra. De esa soledad es rescatada por la familia, y ya de vuelta a Amherst, en el centro del salón, extiende los brazos hacia el aire familiar que la rodea. “¡Mi hogar!”, proclama fervorosa. La escena siguiente nos introduce en una velada nocturna, con los miembros de la familia absortos en sus lecturas. La cámara realiza un suave travelling circular, con comienzo y final en el rostro de Emily, que vuelve a abrazar, ahora visualmente, sus estancias de Amherst.

El espacio en el que se encierra la escritora está construido por Terence Davies con una planificación sutil. Salvo algunas tomas de conjunto para iniciar una escena, o que requieran forzosamente al grupo (bailes, agonías), la cámara capta a cada personaje aislado en un plano medio. Su mirada está dirigida con fijeza al fuera de campo, donde se ubica su interlocutor. Y este le responde desde un plano similar, de nuevo con los ojos reclamando un lugar que queda más allá de lo visible. Esas miradas atraviesan y expanden la habitación, enfatizan el espacio, lo subrayan, casi lo crean. Y lo disponen como un tapiz que albergue la palabra de los diálogos, expurgados de todo lo accesorio, densos, en la cercanía del poema que una voz recitará al cierre de la secuencia. Una voz germinada y residente en las estancias de la casa.

El espacio también es luz, captada y graduada magistralmente por el director de fotografía Florian Hoffmeister. Luz que atraviesa las ventanas, recado del exterior que va menguando y oscureciéndose hasta que se sustituye por velas. El trabajo de interiores lleva al pensamiento hasta la finura extrema de Johannes Vermeer en sus lienzos sobre mujeres que leen una carta o vierten la leche de una jarra. Davies confiesa otra fuente visual, la del pintor danés Vihelm Hammershøi, caracterizado por frecuentes composiciones de una mujer cerca de una ventana. Y trenzando el espacio y la luz, el sonido: a veces como señal de ese afuera postergado en los cantos de pájaros o en el percutir de la lluvia, en pugna con el silencio interior. A veces como música de canto y piano que sube por la escalera bañando el aire de alegría, o de ensueño: la madre recuerda al joven que entonaba aquella melodía, en un sentimiento que trae el paralelismo inevitable de la Gretta joyceana de ‘Los muertos’.

El resultado de ese poderoso trabajo cinematográfico es la casa de Amherst, su palabra, dulce o vehemente, amorosa o afilada, diáfana o sarcástica, directa o alegórica. Es la casa de la poesía que absorbe el mundo en su interior, cerrando la puerta y entornando las contraventanas a medida que van llegando los sinsabores y las ausencias. Cuando Emily se despide de su mejor amiga porque su boda las separa, la cámara la vuelve a aislar en un plano magistral de bancos desiertos en la iglesia. Pronto muere el padre, lo que la lleva a su encierro definitivo en las habitaciones de arriba, la mortaja blanca como vestido. La casa es más que nunca el espacio atravesado por la palabra en esas conversaciones que mantiene con el admirador al que no quiere ver y que se queda al pie de la escalera, la escalera de Terence Davies que estructura la vida. Desde la ventana verá Emily marchar el cadáver de su padre. Finalmente será la casa la que la despida a ella, con el mismo picado vertical de los anteriores difuntos. Lo hará con la voz de la poesía, guiando su último trayecto: “Porque yo no podía detener la muerte-/ bondadosa se detuvo en mí-/ en el carruaje cabíamos solo nosotros-/ y la inmortalidad”.

(Publicado en La sombra del ciprés el sábado 12 de noviembre de 2016)

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