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Jorge Praga

Hoy empieza todo II

Don Juan Tenorio en Vetusta

El personaje de Don Juan es una mancha de aceite que se extiende por Europa desde que le busca acomodo dramático Tirso de Molina, alrededor de 1620. Cruza los Pirineos y Molière le da la vida de su pluma, escoltado por ‘El Tartufo’ y ‘El avaro’, nada menos. Y de ahí va saltando de país en país, de género en género (ópera, ballet…) hasta llegar a la explosión del romanticismo, donde cada escritor confirma su fama con una versión propia del seductor: Lord Byron, Alejandro Dumas, Puskhin… y José Zorrilla.
Parece que la escritura de la pieza teatral no le llevó demasiado tiempo al dramaturgo vallisoletano: tres semanas, y sin apoyos ni lecturas de versiones anteriores, aunque luego afirmará que les enmendó su ausencia de raíz cristiana: “Yo corregí a Molière, a Tirso y a Byron, hallando el amor puro en el corazón de Don Juan haciendo la apoteosis ese amor a Doña Inés: yo más cristiano que mis predecesores saqué a la escena por primera vez el amor tal como lo instituyó Jesucristo. Los demás poetas son paganos: su Don Juan es pagano”, escribió treinta años después del estreno.
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Tras la versión de Zorrilla vendrían muchas otras, paganas o no, aunque ninguna podrá desbordar el afincamiento del Tenorio y su cíclica repetición en el día de Difuntos. Tal es su difusión y popularidad que Leopoldo Alas, “Clarín” para la literatura, no duda en introducir cuarenta años después de su estreno una representación suya en la Vetusta ovetense que crea para ‘La Regenta’, y aprovechar el filón del seductor Tenorio para compararlo en el espejo con las maniobras de su Álvaro Mesía. El encuentro llega en un aburrido día de Difuntos en Vetusta que Víctor Quintanar, Regente de la ciudad, confía en romper asistiendo a la representación de ‘Don Juan Tenorio’ en El Coliseo, “un antiguo corral de comedias que amenazaba ruina y daba entrada gratis a todos los vientos de la rosa náutica”. Para convencer a su esposa Ana Ozores de que le acompañe pide ayuda a Álvaro Mesía, que no encuentra manera de acercarse a la mujer del Regente, también pretendida por su confesor Fermín de Pas, Magistral del Obispado. Así le dice el ingenuo esposo a Álvaro Mesía: “Mi mujercita, por una de esas rarísimas casualidades que hay en la vida… nunca ha visto ni leído el Tenorio. Sabe versos sueltos de él, como todos los españoles, pero no conoce el drama… o la comedia, lo que sea”. Clarín marca con precisión la popularidad de la obra: rarísima quien no la haya visto, imposible encontrar a alguien que no se sepa sus difundidos versos.
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Comienza la función en Vetusta. Poca atención le presta el pomposo público de los palcos, que habla, fume, ríe, critica, “interrumpen la representación, por ser todo esto de muy buen tono y fiel imitación de lo que muchos han visto en algunos teatros de Madrid”. Solo se sigue en silencio en el paraíso, en la parte alta donde se ubican lo que los de los palcos llaman “el populacho”; otra muestra indirecta de la mejor recepción del drama fuera de los círculos burgueses. Cada espectador se retrata ante la obra. Para Ana Ozores “el paraíso, alegre, entusiasmado, le parecía mucho más inteligente y culto que el señorío vetustense”. Álvaro Mesía quiere dejar clara su distinción, que la prosa mordaz de Clarín no perdona: “el drama de Zorrilla le parecía inmoral, falso, absurdo, muy malo, y siempre decía que era mucho mejor el ‘Don Juan’ de Molière (que no había leído)”. A él no le interesa el teatro, aunque trate de lo que ha movido y mueve también esa noche todo su interés: añadir una nueva seducida a su lista. Y Ana Ozores, la desconcertada muchacha, no es pieza fácil. Bien pegado a ella en el palco en el que ha logrado hacerse un hueco, alejado el marido en discusiones de pasillo, Álvaro Mesía no comprende que esa noche tiene un enemigo de cuidado: el drama de Zorrilla, en el que la seducción y el cinismo se disuelven en el amor romántico. “¡Pero esto es divino!”, exclama Ana en el tercer acto, arrebatada. Álvaro se ciega, cree encontrarse ante la ocasión para “el ataque personal”, y en paralelo a los envites de Don Juan Tenorio en la quinta sobre el Guadalquivir comienza a buscar con su pie el de la Regenta. Ana Ozores sigue enfervorizada los versos y se echa a llorar, “sintiendo por aquella Inés una compasión infinita”. Nada de esto percibe su acompañante, que cree que la respiración agitada es síntoma de estimulación erótica por él provocada: “Don Álvaro solo observó que el seno se le movía con más rapidez y se levantaba más al respirar”. Así que insiste en meter la pierna, y en meter la pata. Para fortuna de la longitud de la novela la seducción queda para más adelante, pues Ana no llega ni a enterarse del roce por “la hojarasca de las enaguas”. Y no hubo más esa noche. La Regenta se retira antes de que empiece la segunda parte, agotada por tanta emoción y asustada por un presentimiento terrible que le trae el pistoletazo que acaba con la vida del Comendador en la obra: “Don Víctor vestido de terciopelo negro, con jubón y ferreruelo, bañado en sangre, boca arriba, y a Don Álvaro con una pistola en la mano, enfrente del cadáver”. Nada menos que el desenlace de la novela adelanta la representación del Tenorio en Vetusta, además de la divergencia paródica entre dos seductores literarios de muy distinta catadura y alcance. Si el aniversario de José Zorrilla ha servido para revisar su obra, la bendición de volver sobre ‘La Regenta’ es un regalo añadido.
(publicado en La sombra del ciprés el 18 de noviembre de 2017)


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