La muerte reciente de Giacobbe LaMotta en un asilo de Florida apenas si habría tenido sitio en los periódicos o en la televisión, a pesar de que con su otro nombre boxístico, Jake LaMotta, llegó a ser campeón del mundo de los pesos medios entre 1949 y 1950. Poca memoria quedaría de su notable carrera de no ser por la mediación de una película inspirada en su vida, ‘Toro salvaje’, dirigida por Martin Scorsese y estrenada en 1980, cuando el boxeador contaba cerca de sesenta años. La película partía de su autobiografía, ‘Raging Bull: My Story’, armada por varios escritores entre los que se contaba Robert Savage, actor en algunos rodajes de Scorsese. Por esa vía llegó al director el libro, al que no prestó atención: “Francamente, no fue un flechazo”, declaraba en una entrevista a Michael Ciment y Michel Wilson. Fue la insistencia de su actor fetiche de los años setenta, Robert de Niro, lo que puso en su horizonte la adaptación del libro, mientras luchaban con las dificultades de ‘New York, New York’. Peter Schrader, que había forjado la base argumental de ‘Taxi Driver’, fue el encargado de pergeñar el nuevo proyecto sobre la vida del boxeador. Pero seguía sin encenderse en Scorsese y sus colaboradores la chispa necesaria: “¡De lo que estábamos seguros es de que no iba a ser una película de boxeo! ¡No sabíamos nada sobre el tema y no nos interesaba en absoluto!”.
Para que Jake LaMotta tuviese su biografía fílmica fue necesario que Scorsese encontrase su lugar en el proyecto, su atadura. El cineasta, a pesar de recoger varios Oscar con ‘Taxi Driver’, había entrado en una fase depresiva que trataba de combatir con una con viajes y fiestas. Su amistad con el líder de The Band, Robbie Robertson, le llevaba de aquí para allá, con la cocaína de imprescindible estimulante. Una crisis bastante seria le dejó unos cuantos días en un hospital, y aprovechando la calma de la recuperación Robert de Niro insistió una vez más: ¿quieres que hagamos la película sobre Jake LaMotta? “Yo dije que sí. Se había vuelto transparente. Lo que yo acababa de pasar, Jake lo había conocido antes que yo. Lo habíamos vivido cada uno a nuestra manera”. ¿En qué consistía esa luz paralela que se había encendido en la cabeza de Scorsese? La biografía de Jake LaMotta recogía su ascenso en el boxeo, torpedeado por un carácter violento y desequilibrado que le fue apartando de su familia y minándole como boxeador. Un feo asunto de una sala de fiestas donde entraban chicas menores de edad le arroja en una celda, frente a una pared desnuda a la que golpea como a un rival. “¡Ese no soy yo, no soy tan malo!”, grita. Es en esa imagen aborrecida y degradada donde se reconoce Scorsese, en la caída incesante hasta tocar fondo. Como Jake, confía en salir de su celda hospital y redimirse contando la historia, la de ambos, en una película que él creía, con 38 años, que iba a ser la última que firmaría. Le esperaban más de veinte tras esta, por cierto. Ese carácter curativo queda anotado en la cita del Evangelio de San Juan que cierra la obra: “Si es pecador, no lo sé; lo que sé es que, siendo ciego, ahora veo”.
Queda claro, a Scorsese no le interesa el boxeo sino el boxeador, el hombre que está más allá de los triunfos y los golpes. “Me fascinaba el lado autodestructivo del carácter de Jake, sus emociones tan elementales. ¿Qué puede ser más elemental que ganarse la vida golpeando a otra persona en la cabeza hasta que uno de los dos se derrumba o abandona?”. Esa es la mirada sobre el boxeo que va a trasladar a los numerosos combates que recorren la trama. Sobre un ring más amplio que el reglamentario, con una cámara interior moviéndose con total libertad, los púgiles se enzarzan en una pelea de golpes nítidos sin apenas guardia ni defensa, a veces en intercambio desaforado, otras con dominio aplastante de uno de ellos. La potencia visual del primer plano de rostros tumefactos y ensangrentados, la cámara lenta para los golpes definitivos, la atmósfera humeante en bello blanco y negro, atrapan la mirada sobre un baño de música que cambia de combate en combate, de ‘Over the rainbow’ a ‘Blue Velvet’. En la variedad de los combates se nota la maestría de Thelma Schoonmaker, que ganó el Oscar al montaje. Y entre tanta secuencia brillante apuntalada por intérpretes excelentes, con algún desmayo rítmico que casi siempre aparece en el cine de Scorsese, un perdedor se dibuja con nitidez: el boxeo, el boxeo que practicaba Jake LaMotta y sus excelsos rivales. Lo que arriba a la pantalla en poco se parece, más allá de su piel espectacular, a los combates reales, fáciles de revisitar en YouTube; sobre todo los seis que LaMotta mantuvo con Ray Sugar Robinson, uno de los mejores púgiles de la historia (“El rey, mi maestro, mi ídolo”, decía de él Muhammad Ali). Nada queda del ímpetu frontal de LaMotta, buscando acercarse a Robinson con su gancho de izquierda. Ni de la finura defensiva del escorzo de Robinson, de su máquina del jab de izquierda para frenar a su rival. Dos formas diferentes de esgrima, dos cuerpos opuestos: bajo y fuerte Jake, piernas de gacela y brazos largos Robinson. Atacantes preocupados a la vez por la cobertura, sin posibilidad de los repetidos golpes abiertos que pueblan la película.
El planteamiento de Scorsese sigue una larga tradición de las obras de género boxístico, tan numerosas que casi conforman un subgénero. Desde ‘Gentleman Jim’ hasta ‘Más dura será la caída’, desde ‘Marcado por el odio’ hasta ‘Million Dollar Baby’, el boxeo no es más que un escenario sobre el que giran los intereses de la mafia, el ascenso de una biografía o la redención de una mala conducta. No hay ocasión cinematográfica para una confrontación de larga duración y estrategia compleja, de la que solo importa su popularidad y riqueza escenográfica. Los golpes verdaderos escapan a las posibilidades de la representación, interesan otras heridas. Sucede con el boxeo, pero la misma veladura sufren otros deportes y rituales cuando se trasladan a la pantalla: lucha libre, toros, fútbol… El empeño de Scorsese dejó vivo a LaMotta hasta más allá de su muerte; falseó el deporte que le dio fama para escarbar en su debacle humana, la misma que sentía el director.
El boxeo real solo sobrevive en las imágenes documentales, y su rastro humano queda en los ‘Juguetes rotos’ que Manuel Summers recogió en los años postreros de Paulino Uzcudun, en una película que merece revisión. Alternativamente, el boxeo puede reclamar su grandeza cuando se coloca en el fuera de campo. Su mejor ejemplo es ‘El hombre tranquilo’, la obra maestra de John Ford. Su protagonista está siempre al borde de la pelea que le purificará ante sus paisanos, pero le frena la maldición de su pasado boxístico, concentrado en un magistral montaje de breves segundos. Su fama son flashes de memoria que traen las luces, las sombras y el cadáver que dejó sobre la lona. Otra pincelada de parecido calibre está en ‘Fat City’, la película en la que John Huston deposita su pasado de boxeador. De nuevo las peleas se construyen con puñetazos al aire, pero uno de los secundarios deja un toque de verdad. Arcadio Lucero, tal es su nombre de chicano, mea sangre mientras espera el combate en la soledad del hotel (las memorias de Dum Dum Pacheco se titulaban precisamente ‘Mear sangre’). Y cuando abandona el estadio tras la pelea, las luces se van apagando a sus espaldas, en un plano inolvidable que contiene la dignidad del perdedor, aunque todos pierden en esta triste película. Arcadio Lucero está interpretado por un púgil mexicano de olvidada carrera, Sixto Rodríguez, capaz del gesto cinematográfico hondo y verdadero. Como el que construye Robert de Niro, y que hizo a Jake LaMotta vivir más allá de su final de púgil, y de hombre.
(publicado en La sombra del ciprés el sábado 30 de septiembre de 2017)