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Jorge Praga

Hoy empieza todo II

Amado monstruo

Gustavo Martín Garzo presentó en Valladolid su nueva novela, ‘La ofrenda’, en el Museo de Arte Africano Arellano Alonso. En la sala San Ambrosio del Palacio de Santa Cruz, rodeado de ídolos y máscaras africanas, proyectó un fragmento de ‘La mujer y el monstruo’, una película dirigida por Jack Arnold en 1954. Un fragmento de una película que atesoraba en la memoria desde su infancia hasta que emergió en las páginas de la novela, a la búsqueda quizá de un remanso, de una extensión literaria que diera cabida y sosiego a su ligazón obsesiva con aquella mujer que nadaba en las cercanías de un ser extraño, y que ahora aparecía en la portada de su libro.
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‘La mujer y el monstruo’ pertenece al subgénero de Hollywood que cruza aventuras coloniales con el descubrimiento de algún ser desconocido. ‘King Kong’, en su primera versión de 1933 dirigida por Merian C. Cooper y Ernest B. Schoedsack, podría ser su relato modélico. Le siguieron muchos otros, bañados casi siempre en una expedición científica con aroma a Julio Verne, lo que obligaba a disponer de unos protagonistas que fueran mitad estudiosos y mitad aventureros, Indiana Jones sin ironías ni cinismo. Aquel ‘King Kong’ supo incrustar en una historia simple la extrañeza de lo inclasificable, unido a una peligrosa atracción entre la presa y sus capturadores. El gran gorila era capaz, a su manera, de distinguir entre los expedicionarios a quien no llevaba rifles ni sogas, una mujer con la que podía establecer una relación diferente, lo que abría la puerta a la fascinación, al deseo, a la imposible fusión. Amado monstruo, choque de palabras en un título robado a Javier Tomeo.
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De esa corriente es deudora, veinte años después, la película de Jack Arnold. La bestia ahora es acuática, sin renuncia a un perfil humano. Resiste el acoso de la expedición científica, se enfrenta a ella con violencia mortal, pero no huye, se mantiene en las cercanías de la embarcación fondeada en la Laguna Negra, su hábitat. Ha contemplado desde sus profundidades el cuerpo de la mujer nadando en la superficie, se ha acercado, la ha rozado con delicadeza con las garras que antes han triturado a otros tripulantes…, ante esa secuencia Gustavo Martín Garzo se extasió tanto como el monstruo ante el cuerpo deslizante de la mujer. Y con esa secuencia comprendemos, a la manera de King Kong, la soledad que envuelve su rareza de eslabón perdido y aislado, su melancolía de profundidades, incluso su torpeza ante especies más definidas y adaptadas. Su primo biológico, el hombre, es su más fiero depredador. Le mueve para su captura la ambición profesional, pero también la disputa sorda entre machos que se ha desatado en el grupo en pos de seducir a la muchacha. Al otro lado de la pelea, el monstruo solo quiere estar cerca del ser que le ha fascinado con su cuerpo desarmado y flexible. Por ese cuerpo inalcanzable arriesga su vida solitaria. Es de la estirpe de King Kong, pero también le alcanza la tristeza de Frankenstein, su agresividad que no es sino torpeza e incomunicación.
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La película de Jack Arnold deja al monstruo en el fondo de la laguna con varios disparos en el cuerpo. ¿Muerto? En cualquier caso, resucitado en dos obras que han llegado casi a la vez: la novela de Garzo, y la película de Guillermo del Toro ‘La forma del agua’. En esta reaparece en una base militar de Baltimore a finales de los cincuenta, encadenado para un experimento científico que le puede subir a una nave espacial, tras la conquista del espacio que sus captores disputan con los soviéticos. Es el ambiente de la guerra fría, contada con una falsa ingenuidad a lo Spielberg, lo que no evita proyecciones de actualidad en forma de condena de la homofobia o el racismo. Demasiadas capas sobre el corazón narrativo de la fascinación entre la mujer y el monstruo, que acaban por diluir la extrañeza de esa relación y su fondo de imposibilidad trágica. Por el contrario, del Toro saca a sus seres enamorados de la vida real y los deposita en una existencia nueva y acuática.
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Gustavo Martín Garzo supo de la película de Guillermo del Toro cuando estaba en los trabajos de la novela. El León de Oro que recibió en Venecia en septiembre de 2017 aireó su trama. El escritor puso su empeño en llegar a las librerías antes que el estreno de la cinta, lo que logró por pocos días. Una ganancia circunstancial frente a la profunda que le otorga la inevitable comparación entre ambos monstruos. El suyo, rescatado de las lejanías amazónicas, se encuentra en una mansión acuática de la imaginaria isla Taboada, cerca de Madagascar. Allí acude la protagonista sin sospechar nada, contratada para cuidar a la dueña de la mansión, y poco a poco va descubriendo el sentido de “La Construcción”, de sus laberintos acuáticos, de los rastros y conductas inexplicables. Por privilegio de la literatura sin imágenes, y por acierto metodológico del autor, la presencia del monstruo y la organización de la mansión se van desvelando con cuentagotas. Las preguntas que la protagonista se hace terminan volviéndose sobre ella misma, sobre su pasado, sus angustias, sus pasiones frustradas. Los largos párrafos de la novela acaban muchas veces en un interrogante que no aspira a ninguna respuesta, pues su formulación es ya un paso de conocimiento y avance. “Dar lo que no se tiene ¿es la paradoja del amor?”, “Los pensamientos de los niños ¿quién los conoce?”… El monstruo se instala sobre esa cadena de preguntas, no se sujeta a ninguna presencia nítida, queda, con acierto, en un fuera de campo nocturno, tímido, observador. Cuando sale del agua se coloca a espaldas de su cuidadora, que cierra los ojos. Y desde allí, con efluvio misterioso, llena su cabeza de bienestar, cambia el aire, aleja la angustia. La protagonista va comprendiendo que su destino, y su fortuna, es perderse en esa unión inefable para la que no hay palabras, y de la que sobran las referencias explícitas. Quedan rastros: naranjas, el agua, la noche, la música de Gesualdo. Y marcos de historias y leyendas que iluminan la narración: las navegaciones de Ulises, las de Butes con los argonautas, el secreto de las mujeres de Barba Azul, la bella y la bestia… “Yo era como esas muchachas que, en los cuentos, no pueden dejar de dirigirse hacia el lugar indecible donde tal vez las espera la destrucción, porque en su tierno corazón conocimiento, muerte y amor son aún la misma cosa”, anota en su diario la protagonista.
Su tarea sagrada va a ser el cuidado de ese ser distinto, que nada pide salvo preservar su privacidad y su comunicación indirecta, y que en reflejo agradecido proyectará paz y ensueño sobre el temperamento de su protectora. Tal vez en el origen de la fascinación cinematográfica de Gustavo Martín Garzo estuviese la ambivalencia de observación y distancia que conectaba a ambos seres en el agua. En cierta manera, en ese acercamiento cuidadoso de la protagonista al corazón del misterio reconocemos la tarea del narrador, del novelista: acercarse a lo distinto preservando su pureza, no intentar apresar al monstruo o someterlo a una explicación científica, renunciar a llevar a King Kong a Nueva York. Alargar la vida de lo inexplicable, hacer la ofrenda de ‘La ofrenda’, preguntar y preguntar. Conocer es destruir, como denunciaban aquellos frescos de ‘Roma’ de Fellini que eran borrados por la luz que los mostraba. Ese equilibrio delicado y mágico entre contrarios, entre revelación y preservación, es la misión aventurera y aventurada de la literatura.
(publicado en La sombra del ciprés el sábado 17 de marzo de 2018)


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