En su fotografía más difundida J. D. Salinger está enmarcado por la ventanilla de un coche, y golpea el cristal desde fuera con su puño. Detrás de él se ve a otro fotógrafo, cámara en mano. El que le acaba de tirar la célebre instantánea se ha refugiado en el coche, o esperaba allí oculto para cazar al autor. Y sigue disparando fotos, sin que Salinger pueda hacer nada salvo enfadarse, ponerse fuera de sí hasta componer ese rostro terrible: el de un anciano maltratado, indefenso, con los ojos desorbitados, la boca jadeante, lleno de arrugas. Fue a mediados de los ochenta. Salinger todavía no tenía 70 años, un autor célebre reducido a un viejo incapaz de imponer su enfado, su justo enfado.
A pesar de esta derrota, la fotobiografía de Salinger es escasa. Hay un pequeño grupo de imágenes de muchos años atrás en que el autor exhibe su sonrisa sentado frente a un libro, fumando, bien vestido, seductor. Así le recuerdan quienes le trataron antes de que el éxito se le echara encima. La mujer de un editor neoyorquino dejó este testimonio en la biografía de Ian Hamilton: “Conocí a Jerry Salinger en una fiesta ofrecida a, o por, su editor inglés. Había oído hablar de él, y me había gustado el libro, pero no estaba preparada para el extraordinario impacto de su presencia física. Tenía una especie de halo oscuro. Iba vestido de negro; su cabello era negro, sus ojos oscuros, y era, por supuesto, sumamente alto. Yo quedé como hechizada”. Por lo poco que se sabe de su vida mantuvo ese imán en el trato personal con las mujeres. Otra cosa bien distinta es la multiplicación pública que arrastra la fama y la curiosidad de sus lectores. Las fotografías, espejo directo y rápido, empezaron a hacerse especialmente antipáticas al escritor. A poco de salir El guardián entre el centeno escribió: “El hecho es que me siento tremendamente aliviado de que haya acabado para The Catcher in the Rye la temporada de éxito. La disfruté brevemente, pero en su mayor parte me pareció un barullo, y profesional y personalmente descorazonante. Digamos que me estoy poniendo absolutamente enfermo de tropezar con esa fotografía ampliada de mi rostro en la parte posterior de la sobrecubierta satinada del libro”.
Para su desgracia, el barullo de su primera y única novela nunca acabó, y no dejó de crecer y crecer. No encontró otra solución que aislarse, buscar un lugar en que pudiera seguir haciendo lo que más le gustaba, escribir, y nada más. Sin curiosos, sin periodistas, sin fotógrafos. Su hija Peggy recoge en El guardián de los sueños el testimonio de Doris, la hermana del escritor, cuando en el otoño de 1952 emprendieron la búsqueda de una nueva residencia. Tras vagabundear por la costa sin el dinero suficiente para las casas de la zona, acabaron encontrado en Cornish, a 300 kilómetros de Nueva York, una vieja edificación rodeada de prados y bosques, con los vecinos recluidos y lejanos en sus granjas. “Eso no era una casa, Peggy, era un desastre”, recordaba Doris. El día de Año Nuevo de 1953 Salinger se mudaba allí. Se casó con su novia Claire, fundó una familia, tuvo dos hijos, se divorció, probó otras parejas. Vivió entre alegrías, dificultades, disgustos. Viajó y volvió a casa, buscó esperanza en la religión, en la cultura oriental. Una vida como tantas si no fuera porque su rostro estaba en la trasera de un libro del que se vendían cada año cientos de miles de ejemplares.
El libro funciona precisamente como una proclama del rechazo del autor a la sociedad que no le va a dejar aislarse. Su protagonista, Holden Caulfield, al tiempo que se abre en canal para mostrar sus debilidades de adolescente, va dejando entre líneas el retrato de la sociedad que le espera para engullirle, una sociedad ramplona, vulgar, cursi, hipócrita. Chispazos continuos que hieren sin cesar al joven: el horror de la Navidad en Radio City con el grupo de baile de Las Rockettes; su profesor de literatura obligado a reír los pésimos chistes del director del colegio; el ex alumno que vuelve a su habitación en busca de las iniciales que dejó grabadas en la ducha, mientras no deja de recomendarle que “aprenda todo los que pueda”…, vómitos que se cierran sobre su futuro: “Yo estaré en mi oficina ganando un montón de pasta (…) y me pasaré el día entero leyendo el periódico, y jugando al bridge, y yendo al cine, y viendo un montón de noticiarios estúpidos y documentales y trailers. ¡Esos noticiarios del cine! ¡Dios mío! Siempre sacando carreras de caballos, y una tía muy elegante rompiendo una botella de champán en el casco de un barco, y un chimpancé en pantalón corto montando en bicicleta”. No y no. La alternativa, más allá del pataleo adolescente, es la huida. Holden Caulfield diseña el camino que el propio Salinger tomará: “Viviremos en cabañas y sitios así hasta que se nos acabe el dinero. Luego buscaré trabajo en alguna parte y viviremos cerca de un río. Nos casaremos y en el invierno yo cortaré la leña y todo eso”. Incluso la familia que ronda por la cabeza desordenada de Caulfield no queda lejos de la que formará el propio Salinger en Cornish: “Si llegábamos a tener hijos, los esconderíamos en alguna parte, Compraríamos un montón de libros y les enseñaríamos a leer y escribir nosotros solos”. Como anota Ian Hamilton, “su biografía en 1953 empieza a ser legible como una secuela de su novela”.
Desde su refugio de Cornish Salinger daría a la luz editorial tres libros más de historias breves y entrelazadas. En 1965 publica su último cuento en The New Yorker. Y echa el cierre. “Hay una paz maravillosa en no publicar. Es pacífico. Tranquilo. Publicar es una terrible invasión de mi vida privada. Me gusta escribir. Amo escribir. Pero escribo solo para mí mismo y mi propio placer”, declara en una rara entrevista en 1974. Su vida podría haberse desarrollado en ese aislamiento deseado por el autor. Un tipo con sus peculiaridades, adepto a la homeopatía, seguidor del budismo, luego de la Cienciología. Le gustaban las chicas jóvenes, imantadas por sus libros. Y poco más, si no fuera porque esa sociedad que le disgustaba no le correspondió con el mismo trato de distante respeto. Su retiro se convirtió en un bocado que muchos quisieron masticar. Periodistas a la caza de una rareza, biógrafos que exprimían la correspondencia con amigos y editores, fotógrafos que a veces tenían la fortuna de capturar al viejo impotente. Editores que rastreaban sus primeros relatos, novelistas dispuestos a renovar el filón de Holden Caulfield. Salinger debió de pasar muchas horas en los despachos de sus abogados.
Bien pensada, la vida acechada de Salinger desde su retiro hasta su muerte en 2010 es un anticipo condensado e invertido del uso de la privacidad en nuestra sociedad actual, atrapada contradictoriamente en la Red. Salinger quiso vivir hacia dentro, encerrarse en sus manías y disfrutar de la escritura. Los vientos que entonces le perturbaron son hoy un huracán generalizado. Las imágenes íntimas se vuelcan inconscientemente en portales que las multiplican y devoran. La privacidad solo es entendible bajo una constante anotación y vigilancia de sus hechos más insignificante. De cualquier sujeto hay memoria digital de sus gustos, de sus gastos, de sus filias y fobias. Nada hay inaccesible en el individuo, transparente en las pantallas multiplicadoras del Gran Hermano. Todo somos Salinger, pero al revés, sin su voluntad de marcar fronteras, sin la contrariedad infinita de su gesto irritado, en el que se percibe, mirándolo a los ojos, el desvarío que nos envuelve poco a poco, sin darnos cuenta.
(publicado en La sombra del ciprés el sábado 12 de mayo de 2018)