Una reciente proyección de Pickpocket trajo el descubrimiento, y la sorpresa personal, de que su director, Robert Bresson, apenas si era conocido por la mayoría de los espectadores. Y era en una sesión de cine-club, en la que se prevé una mayor prestancia cinéfila en los que acuden. Una obra, la de Bresson, que tuvo una distribución aceptable hace unas cuantas décadas, que se vio con más o menos interés, pero que en los últimos 20 o 30 años apenas ha habido ocasión de confrontar de nuevo. Por falta de proyecciones, de pases televisivos, de atención crítica. Pero también por algo más: por el cine tan específico que desarrolló este director, que solo una atención empeñada y abierta es capaz de recibir hoy con viveza. Su obra puede tener cómplices como Ozu o Dreyer, influencias en Jean-Marie Straub, Godard, Rohmer o incluso Jaime Rosales y Carlos Reygadas, pero siempre empezó y acabó en su filmografía: no dejó discípulos, escuela, continuadores en los que reconocerle.
Lo cierto es que su actividad cinematográfica no queda tan lejana. Nacido en 1901 en Puy-de-Dôme, no estrenó su primera película hasta 1943, Los ángeles del pecado. Le siguieron Las damas del bosque de Bolonia (1945), Diario de un cura rural (1951), en la que adaptaba la novela de Georges Bernanos, Un condenado a muerte se ha escapado (1956), Pickpocket (1959)…, hasta un total de 13 largometrajes. Su despedida fue El dinero, en 1983. Una colección exigua, marcada por la preparación minuciosa de cada obra y la inflexibilidad de sus exigencias y objetivos. Murió en París en 1999.
A Bresson se le ha querido encuadrar a menudo en corrientes de ámbito religioso. El argumento del dominico R. P. Brückberger para su primera película, o la adaptación que hizo de la célebre novela Diario de un cura rural, de Georges Bernanos, influyeron en ello. Y pronto se le calificó como jansenista por el estilo austero de su cine. Los primeros estudios que le dieron cuerpo teórico insistieron en esa línea: Susan Sontag escribió en 1964 un pequeño ensayo: Estilo espiritual en las películas de Robert Bresson. Y en 1972 un joven Paul Schrader publicaba El estilo trascendental en el cine: Ozu, Bresson, Dreyer. Espiritual, trascendente, son calificativos que empujan o presagian determinadas relaciones e incluso contenidos, aunque el desarrollo de los ensayos de Sontag y de Schrader se dirigía predominantemente a problemas de estilo, metodología y forma. En España recibió el apoyo de la crítica católica de Film Ideal y se dio a conocer a través de la Seminci de Valladolid, que en sus primeras ediciones tenía un nombre bien distinto: Semana de cine religioso. En la edición de 1957, la segunda, se proyectó Diario de un cura rural. En otro orden bien distinto, convendría revisitar el estudio que le dedicó el añorado Domenec Font en el número 37 de la revista Dirigido por…, allá por 1976, que disparaba desde el principio: “Muchos son los equívocos formulados en torno a la obra de Bresson y muy escasos los análisis pertinentes sobre su práctica cinematográfica”, proponiendo como primer objetivo “analizar en toda su complejidad los efectos ideológicos de la escritura bressoniana”.
Trascendencia, espiritualidad, jansenismo, ideología, prácticas significantes…, por esos derroteros iba la aproximación crítica de aquellos años sesenta y setenta. Tal vez para salvar esta franja de tiempo desértico que nos ha alejado de Bresson, el mejor engarce, la mejor preparación para enfrentarse a su obra, sea la colección de aforismos que recogió en el libro Notas sobre el cinematógrafo, publicado por primera vez en 1975. Porque Bresson tenía una concepción muy clara de los principios que estaban detrás de su trabajo, unos principios que le separaban del resto. De ahí que él llamase cinematógrafo a su arte, frente al simple cine de la gran mayoría de las producciones. La lectura de sus aforismos es un buen mediador hacia su obra, y en cierta manera pone en guardia al espectador sobre la obra audaz y distinta del director francés.
“El cinematógrafo es una escritura con imágenes en movimiento y sonidos”, anota en las primeras páginas. El cinematógrafo viene definido, “es”, lo que sus elementos materiales conforman: imágenes, sonidos, y la escritura en la que se combinan. Materialismo frente a trascendencia. Bresson construirá su cine reflexionando sobre sus parámetros básicos e inmediatos, diseñando casi un carné de trabajo. “Asegúrate de haber agotado todo lo que se comunica por la inmovilidad y el silencio”. Pronto encara otro elemento decisivo, que deja perplejo al espectador inadvertido: la negación de los actores. En las fichas técnicas de sus películas figuran “modelos”. “Nada de actores. (Nada de dirección de actores). Nada de personajes. (Nada de estudio de personajes). Nada de puesta en escena”. De quien huye es del teatro, de que la película sea teatro filmado. “El cine no ha partido de cero. Todo debe ser cuestionado de nuevo”. Sus “modelos” no deben tener los recursos propios del actor profesional, la apropiación del personaje, su desarrollo interior y exterior. Por el contrario Bresson va a elegir figurantes sin experiencia, de los que extraerá posiciones, gestos y relaciones planeadas previamente, sin nada que ver con las convenciones realistas. Generalmente impávidos y serios, a veces una voz interior nos da cuenta de sus pensamientos e intenciones. Y estos “modelos” se agotan en cada película. Rechaza tajantemente trasplantarlos a otras. “No emplees en dos películas los mismos modelos”.
Si algo evoca Notas sobre el cinematógrafo es a una poética. Sus prescripciones tienen mucho que ver con las exigencias y búsquedas de la construcción esencial y desnuda que encontramos a menudo en la poesía de altura: “La palabra más común, colocada en su lugar, cobra brillo de repente. Es con ese brillo que deben resplandecer tus imágenes”. Como el poeta, Bresson valida cada fibra de su discurso, cada imagen o sonido, sobre la eficacia que deje en su construcción austera. Sin florituras ni bellezas: “Nada de fotografía bonita, nada de imágenes bonitas, sino imágenes y fotografía necesarias”. Consciente de que una narración se construye sobre materiales presentes y ausentes, estimula la recepción del espectador con un juego continuo de pistas que remiten al contracampo del espacio y del sonido: “Acostumbrar al público a adivinar el todo del que se le da solo una parte. Dejar adivinar. Provocar las ganas” Este uso reiterado de la sinécdoque se convirtió en uno de los rasgos más personales de su estilo, con escenas inolvidables en los torneos de Lancelot du Lac o en los robos de Pickpocket. Las continuas elipsis deslizan con rapidez la narración; de hecho muchas de sus películas no llegan a la hora y media de duración.
Con la frialdad que despiden sus “modelos”, con la austeridad que se adueña de la puesta en escena, con el recorte del tiempo y el espacio narrativo, ¿qué obra puede resultar? La respuesta está, por supuesto en las películas que Bresson logró acabar, aunque sus dos primeros títulos todavía escapan a esa elaboración tan personal. A ellas hay que acudir en busca de un sistema autónomo de representación, ajeno a todos los demás. Y confiando en que la pantalla confirme y emane su máxima: “Producción de la emoción lograda mediante una resistencia a la emoción”.
(publicado en El Cuaderno digital, diciembre de 2018)