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Jorge Praga

Hoy empieza todo II

El escondite del envoltorio

Tal vez fue la Nouvelle vague el primer movimiento consciente del peso de la historia del cine en la concepción de sus obras. No fue ajeno a ello la labor de crítica que desarrollaron muchos de sus componentes en la revista Cahiers du cinéma. Colocaban las películas en su encaje histórico, reivindicaban la autoría de los que estaban detrás de la cámara, mantenían la mitología de las “stars” bajo lectura culta y europea. Deconstruían al tiempo que construían. Jean-Luc Godard es el mejor ejemplo de esa mirada, sus obras están repletas de alusiones y citas a la historia del cine (y a otras muchas historias). Al tiempo, Claude Chabrol es deudor del cine negro americano, Alain Resnais de experimentos y vanguardias, François Truffaut es capaz de condensar su cinefilia en ‘La noche americana’.
Nada volvió a ser igual tras el paso de la Nouvelle vague, que además coincidió con el final del modelo de Hollywood, de sus grandes estudios y de su clasicismo transparente. Cualquier película cargaba sobre sus espaldas con todas las que antes exploraron sus territorios. La originalidad se puso más cara, y la solución ante el agotamiento fue la repetición, el “remake”. Sesenta años nos separan ya de la Nouvelle Vague, media historia del cine que ha tenido que cargar con la otra media.
Sobre ese embarazo monstruoso construye David Robert Mitchell su tercer largometraje, ‘Lo que esconde Silver Lake’. De las imágenes, de los sonidos, de los personajes se desprende sin cesar un aroma de “déjà vu”. Incluso de los actores elegidos. Andrew Garfield arrastra su protagonismo en una revisión reciente de Spider Man, tentación irresistible para enfrentarle a un par de obstáculos que escala con facilidad de araña. Y de la guapa y evasiva Riley Keough la búsqueda digital desvela que es nieta de Elvis Presley, buen guiño en una película que pretende fijar el sentido de la cultura pop. Las paredes del apartamento del protagonista bombardean sin cesar carteles, referencias, homenajes… De ‘El séptimo cielo’ a ‘Cómo casarse con un millonario’. De ‘Psicosis’ a ‘La ventana indiscreta’. De Kurt Cobain a Drácula. Enganchado al desafío de descifrar referencias, el espectador se encuentra con un poster de ‘Creature from the Black Lagoon’, una olvidada película que hace un año reivindicaron con nuevas obras, en curiosa coincidencia, Guillermo del Toro y Gustavo Martín Garzo.
Las citas invaden también el estilo y el método. El mirón perplejo que busca sentido a lo que observa, y de paso matar el aburrimiento, es pariente cercano de la vigilancia obsesiva de James Stewart en ‘La ventana indiscreta’. La ciudad franquicia americana de Spielberg, residencial y soleada, se encarna aquí en una improbable Los Ángeles con una fiesta elegante en cada esquina. La juventud paranoica de las comedias de Judd Apatow, con las gotas de calidad de Richard Linklater, envuelve los ocios del protagonista antes de precipitarse en el delirio. En fin, aquella corrupción pop de Brian de Palma que coronaba ‘El fantasma del paraíso’ regresa con el préstamo de su desmesura (y si se me permite la deriva personal, el mal olor que el protagonista no logra quitarse tras la meada de una mofeta, y que le van reprochando todas sus amantes, me ha traído a la nariz al loco escapado del doctor Sugrañes en la delirante saga de Eduardo Mendoza que arrancaba con ‘El misterio de la cripta embrujada’).
Pero si todo esto es anécdota de referencias de las que solo cabe temer su ingenua abundancia, hay otro agarre más preocupante, porque invade de principio a fin el desarrollo de la película y se convierte en su problemática guía: David Lynch. No es solo que la pérdida de fronteras entre razón y sueño del protagonista nos lleve a ‘Cabeza borradora’. O que sus paseos nocturnos nos devuelvan a los de Kyle MacLachlan en ‘Terciopelo azul’. O que las colinas que envuelven la calle de ‘Mulholland Drive’ vuelvan a ser fuente de enigmas. Es que David Robert Mitchell se empeña en abonar ese ambiente de rareza cotidiana, de tensión que nunca estalla, de orfandad social tan propio de su tocayo Lynch, del que también recoge su fotografía colorista o su música distorsionada. Y olvida lo más importante, y a la vez lo más inimitable (por eso Lynch es único): que sus películas no van a ninguna parte, no construyen ningún sentido externo, son una “carretera perdida”. Por el contrario, David Robert Mitchell embarca a su protagonista en una búsqueda alargada en demasía por el laberinto de la vida más allá de la vida que huele a gruta de los mormones en Salt Lake City y a cadáver congelado de Walt Disney. La teoría de la conspiración para explicar el éxito de la cultura pop, una especie de gran engaño que nos envuelve, parece guiar los desvelos de la investigación: “¿Por qué asumimos con tanta normalidad que toda esta infraestructura, todo el entretenimiento y toda esa información que continuamente llega a todos lados, todo el tiempo, a cada simple lugar de todo el planeta, es exactamente lo que nos dicen que es?”, grita el chaval. Y a ver quién responde. La película, parece que no. Queda la ironía como posible salida, y el gusto por el juego infinito de un guion ocurrente y una realización brillante. Con todo eso, que cada espectador decida si es bagaje suficiente para ser eslabón reconocible de esa historia del cine que atiborra sus imágenes.
(publicado el sábado 9 de febrero de 2019 en La sombra del ciprés)

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