Coincidiendo con el bicentenario de la Revolución francesa, en 1989 Hollywood lanzó con pocos meses de diferencia dos películas que recreaban la sociedad aristocrática que iba a sucumbir. Se trataba de ‘Las amistades peligrosas’, dirigida por Stephen Frears y basada en la novela homónima de Choderlos de Laclos. Y ‘Valmont’, de Milos Forman, con un guion de Jean-Claude Carrière que volvía sobre la misma novela. Una coincidencia curiosa que hizo inevitables las comparaciones. Y aunque las dos estuvieron en las nominaciones de los Oscar, el aplauso de público y crítica se decantó hacia la versión de Stephen Frears. La aproximación cinematográfica al Siglo de la Luces se completó en 2006 con una poderosa producción en torno a la última reina de Francia, ‘María Antonieta’, dirigida por Sofia Coppola. Unos años antes, en 2001, el cine francés había dejado su testimonio del tránsito revolucionario con ‘La inglesa y el duque’, de Eric Rohmer.
Frente a la riqueza y precisión de la palabra literaria, el cine posee la capacidad de la presencia visual inmediata, rotunda. Si el objetivo es retornar sobre la sociedad francesa del siglo XVIII, estas películas lo consiguen con un gran aparato de producción: vestidos, detalles íntimos, ceremonias, palacios de la época. Para ‘María Antonieta’ se consiguió el palacio de Versalles como plató. Y Eric Rohmer recreó digitalmente las calles de París recorridas por los revolucionarios. Podríamos decir, con la vetusta terminología marxista, que son películas materialistas. Y no porque reflejen la lucha de clases o los modos de producción. Por el contrario, la sociedad que presentan está amputada en su clase social más baja, salvo en ‘La inglesa y el duque’. Son materialistas en el sentido en que la puesta en escena y los personajes sucumben bajo el peso de vestimentas, utensilios y escenarios, de lámparas de velas y comidas inacabables. Esas marcas palaciegas son el distintivo de la clase a la que se pertenece, que hay que defender y por la que hay que ascender todo lo que se pueda. Las cuatro películas arrancan de la misma manera: al comenzar el día los protagonistas salen del lecho para someterse a un complejo disfraz con un equipo de criados que se afanan con corsés, vestidos, pelucas, afeites. El vizconde de Valmont, en la versión de Frears, se coloca una máscara extraña que le protege el rostro mientras le fumigan con laca. En la película de Rohmer, triunfante ya la Revolución, solo una criada atiende a la aristócrata. El cuerpo desaparece bajo un enorme trampantojo que oculta el desolado solar vital, y sobre ese frufrú de telas, pelucas, abanicos y genuflexiones se construye el fluido social e ideológico de esa aristocracia al borde de la desaparición.
El saldo de ese juego de apariencias no es otro que el vacío, las intrigas y el aburrimiento. En el Versalles de María Antonieta ese ocio infinito engendra envidias, disputas y odios. Y luchas continuas por el manejo y desplazamiento de los demás. Las dos versiones de ‘Las amistades peligrosas’ ponen en juego otro mecanismo para esas luchas que a la vez son entretenimientos: la seducción. La ejerce el vizconde de Valmont con una persistencia y un cinismo que obliga a recordar al Don Juan que llegó a la sociedad francesa con la obra de Molière, en buen encaje con el movimiento libertino del siglo XVII. El seductor que dibujó el dramaturgo francés, mucho más ácido que el de otros autores, no ponía ningún freno religioso ni ético a su copulación compulsiva, dibujando una sociedad de apariencias y disimulos semejante a la que retratan estas películas: “La hipocresía es un vicio de moda, y todos los vicios de moda pasan por virtudes”, declaraba el Don Juan de Molière.
Más allá de estos combates de superficie, lo que al final hace grandes a estas versiones cinematográficas del final de las Luces es que el cuerpo, el cuerpo mortal que a todos iguala, late y aflora bajo los encajes que lo esconden, por muy prieto que esté el corsé. En la seducción hipócrita que busca solo el placer y el sometimiento se adhiere sin remedio el temblor del sentimiento o la cercanía de la muerte, que María Antonieta vislumbra entre la fiesta continua de Versalles. El vizconde de Valmont, y su oponente la marquesa de Merteuil, no pueden impedir que su esgrima galante rasgue sus disfraces y sacuda su humanidad. El lecho trae la conmoción del amor, las alianzas desentierran los años perdidos de la juventud, en fin, las disputas tiñen de sangre la nieve de la amanecida. El juego se vuelve verdad y tragedia. En la escena final de la versión de Stephen Frears la marquesa de Merteuil –maravillosa Glenn Close- se queda sola ante el espejo, en simetría inversa del tumulto de criados con el que arrancaba la película. De nada le sirven sus triunfos en la estrategia seductora, ni los oropeles que enfundan su cuerpo. Fuera máscaras. En un primer plano sobrecogedor elimina de su rostro pelucas y maquillajes, borra el rojo de sus labios, y se queda frente a su piel gastada, la boca colgando, los ojos sin brillo. Fundido a negro. Ese es el balance final de la hipocresía de su clase, mientras en los salones del Versalles de María Antonieta comienza a oírse el fragor de los excluidos que se acercan.
(publicado en La sombra del ciprés el viernes 29 de marzo de 2019)