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Jorge Praga

Hoy empieza todo II

Dos cráteres en la luna

Alice Munro abarca en sus relatos espacios amplios de vida, de tiempo. Sus protagonistas no precisan de excesivos detalles para aterrizar en las páginas. Su anonimato discurre silenciosamente, abriendo con discreción alguna singularidad que ningún final absolverá. “La vida de la gente es suficientemente interesante si tú consigues captarla tal cual es, monótona, sencilla, increíble, insondable”, declara la autora. Y la geografía canadiense que suele elegir es la misma que recorre su biografía: pueblos del sur de Ontario rodeados de bosques y lagos, los alrededores de Vancouver, o la capital de la isla de enfrente, Victoria. Sin embargo el último relato de su penúltimo libro, con el que comparte el título, ‘Demasiada felicidad’, se centra en una matemática rusa del siglo XIX, Sofia Kovalevski. El cambio obliga a la autora a introducir una nota final de “Agradecimientos” donde deja constancia del descubrimiento casual de esa mujer hojeando la Enciclopedia Británica, y de las fuentes que utilizó. ¿Qué fue lo que atrajo su atención hacia esa matemática de siglo y medio atrás?
Siempre ha tenido muy presente Alice Munro su condición de mujer para enfrentarse al quehacer literario. No solo porque elige dicha condición para bastantes de sus protagonistas, sino también porque la propia materialidad de su escritura quedó penetrada por la parcela de vida doméstica que rescataba para ejercerla: solo emprendía relatos cortos, el vuelo amplio de una novela quedaba fuera del tiempo de que disponía en su organización familiar. Y siempre como una actividad orillada, una expansión íntima que llevaba al cuarto de planchar para aislarse de la algarabía de sus hijas pequeñas. Muchos años después, cuando recibió el premio Nobel en 2013, una foto la retrataba en lo que ella llamaba su estudio: un sofá en un pequeño rincón del salón. La habitación propia nunca llegó. Confesaba en una de las múltiples declaraciones que hizo cuando le concedieron el Nobel: “Recuerdo una reciente entrevista al escritor irlandés William Trevor. El periodista contó, como si tal cosa, cómo la mujer de Trevor entró con una bandeja con té y pastitas mientras ellos escribían la nota. ¡Ese egoísmo es para mí impensable! Yo escribo en un costado de la mesa, atiendo el teléfono si suena. Supongo que para tu generación será distinto, pero para la mía, esa parte de la mente del hombre, esa seguridad en que lo que hace es importante, siempre va a ser inalcanzable”.
En Sofia Kovalevski seguramente Alice Munro encontró el ejemplo de una mujer empeñada en desarrollar sus inclinaciones, y de esa chispa surgió una escritura que la obligaba a romper sus rutinas, a viajar a otra época y empaparse del mundo de las matemáticas. El acceso a la universidad rusa en la segunda mitad del siglo XIX estaba prohibido a la mujer, salvo con fórmulas especiales como las que se implantaron en San Petesburgo, donde organizaban cursos para “esposas educadas”. Solo quedaba la opción de estudiar en el extranjero. La primera mujer rusa en doctorarse en medicina, Nedezhda Suslova, lo hizo en Zurich, en 1867. Pero para cruzar la frontera era necesario un permiso del padre, o del esposo. Sofia, que no se resignaba a abandonar las matemáticas, se acogió a un truco que ponían en práctica los nihilistas, un movimiento al que estaba cercana: el “matrimonio ficticio”. Un tal Vladimir Kovalevski se ofreció a casarse con ella, y con la ayuda de su pasaporte pudo llegar a Berlín.
La vida de Sofia fue demasiado amplia e intensa como para reducirla a un cuento o narración breve. Y de hecho lo que recoge ‘Demasiada felicidad’ es casi una novela, una novela corta que duplica en páginas a los demás relatos del libro. La narración se ve obligada a fragmentarse en pinceladas biográficas en las que es difícil reconocer el aliento orgánico que gobierna habitualmente la prosa de Munro. Un personaje decisivo en la formación de Sofia Kovalevski fue el matemático alemán Karl Weierstrass, que le abrió su casa para las clases que no podía recibir en la universidad de Berlín, también cerrada para las mujeres. El teorema más famoso que ha quedado de este matemático, el titulado como Bolzano-Weierstrass, necesita de los conceptos de función continua y conjunto compacto. Precisamente lo continuo y lo compacto se escurren y diluyen en la prosa de Munro, fascinada por la batalla incesante de Sofia Kovalevski para que ninguna puerta cerrase sus investigaciones. Una batalla que se disgrega en demasiados frentes hasta quitar ritmo a la narración, al tiempo que enferma a su protagonista. Ella está en la cumbre de su carrera, acaba de recibir el premio Bordin en París y su amante Maksim le propone un matrimonio que respeta su dedicación científica. Pero se arrastra sobre un cuerpo castigado y enfermo que se derrumba. “Demasiada felicidad”, musita Sofia antes de cerrar definitivamente los ojos. Un cráter lleva su nombre en la luna, anota lacónicamente Munro para cerrar la narración. No estará muy lejos del que también recibió su maestro Weierstrass. En la luna de aulas abiertas nadie les impedirá juntarse para hablar de integrales elípticas, o de los anillos de Saturno, visibles desde los cráteres donde se alojan.
(publicado en La sombra del ciprés el viernes 7 de junio de 2019)

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