Han transcurrido cincuenta años desde el estreno de ‘Grupo salvaje’ en EEUU, en junio de 1969. España lo aplazó unos meses, y con algunos cortes de censura. Medio siglo en el que la película no ha dejado de crecer y ramificarse. En la ocasión más inesperada surge la pregunta: “¿Has visto ‘Grupo salvaje’?”, y se recuerda un gesto, las risas en torno al whisky, el camino de los cuatro hacia la matanza final. En Valladolid el cine Matallana la exhibió con reiteración en su enorme pantalla, de la que escapaban las balas hacia los espectadores.
Volver a ‘Grupo salvaje’ es volver al final de una década especial, la de los sesenta del siglo pasado. El cine clásico de Hollywood tocaba a su fin y los géneros en que se sustentaba buscaban una renovación. En el western la escena final de ‘El Dorado’ (Howard Hawks, 1966) marca la pauta fúnebre: el sheriff y su amigo, supervivientes de un largo asedio, pasean su triunfo. Robert Mitchum se apoya en una muleta, a John Wayne le fallan las rodillas, la cadera. Los años se les han echado encima a los héroes. El western, al menos desde ‘El hombre que mató a Liberty Valance’ (John Ford, 1962), había ensanchado su tiempo más allá del ciclo estable de la mitología. El Oeste es una época cancelada a la que se vuelve desde el recuerdo, y se tiñe del cine en technicolor con la violencia de la sangre. Más allá del western, ‘La jauría humana’ o ‘Bonnie and Clyde’, ambas de Arthur Penn, ponen en primer plano los golpes y los disparos que zarandeaban los cuerpos.
Sam Peckinpah ya había explorado el género en ‘Duelo en la alta sierra’ y ‘Mayor Dundee’. En ‘Grupo salvaje’ se aplica desde la primera escena a dinamitar su universo mítico: el carácter moral de personajes y acciones, la colonización como horizonte de progreso, el triunfo de la ley…, todo salta por los aires en la feroz secuencia inicial. El pueblo al que llega la banda de forajidos para asaltar el banco está defendido por otra banda similar de cazadores de recompensas. El sheriff no cuenta, los ciudadanos se afanan en la liga antialcohólica, los niños juegan a torturar alacranes. La violencia estalla y lo barre todo, servida por un concepto alternativo del montaje: acciones fragmentadas, repeticiones, cámara lenta, y una visualización sangrienta de los disparos reventando la piel. Pike Bishop, el jefe de los asaltantes, es pura crueldad. Ordena disparar a todo el que se mueva, y no duda en rematar a un compañero herido que retrasa la huida. Los cazadores de recompensas exhiben parecida actitud, amplificada por su ambición y torpeza. El escenario que dejan es el de un pueblo sembrado de cuerpos tumefactos.
Tras ese tsunami inicial la película sigue los pasos de los forajidos que huyen. Son tipos veteranos en busca de un botín final que financie su retirada, y en los que algún flash back descubre un pasado de amistades y amores frustrados. Su vida se ha ido cerrando sobre su probada capacidad para el combate. Son mercenarios de la violencia, y a ella se aferran en una existencia carente de sentido, en la que la vejez del cuerpo acecha. Subirse al caballo puede ser un problema, como muestra la inolvidable escena en que a Pike Bishop (maravilloso William Holden) se le rompe un estribo.
Pero todo empieza a cambiar, sin estridencias, cuando se refugian en el pueblo mexicano de uno de ellos. Allí conviven con una comunidad en la que reina el afecto, y el compromiso de defenderlo. La dirección de Peckinpah muestra mucho más de lo que dice, habla por sus silencios, y de ese proceso transparente salen transformados los forajidos en una despedida dulcemente musicada por ‘La golondrina’. Un nuevo botín se vislumbra en el horizonte, pero ahora el grupo salvaje está abierto a las risas, a la fraternidad. Empiezan a encontrar un sentido a su vida vacía, un disfrute de los cercanos, una amistad ajena a intereses.
Y entonces llega la prueba, esa que en el cine clásico debía superar el héroe para ascender a su condición. Tienen que validar ese calor que han ido descubriendo, y la ocasión llega con el apresamiento del mexicano que les abrió en su pueblo la puerta de la revelación. Tras una noche de juerga y puterío en que celebran el botín conseguido, el alba trae la claridad. “¡Vamos!”, dice Pike Bishop, y los cuatro supervivientes del grupo se preparan con solemnidad para la inmolación en el imposible rescate. El camino que recorren los cuatro hombres entre la gente que sale a la calle a mirarlos, serios, firmes, sobre un fondo de canción popular y percusión, es de las escenas más altas y emotivas que el cine nunca ha alcanzado a rodar. De nuevo todo se ha fraguado en silencio, sin explicaciones. Sus pasos van orientados e impelidos por el sentido de la vida que acaban de descubrir, y al que no van a renunciar. Tampoco a la violencia, su única manera de manejar las situaciones. La matanza final estará a la altura de su decisión.
Tal vez el secreto de la emoción que atraviesa los cincuenta años de ‘Grupo salvaje’ sea ese ciclo de destrucción y reconstrucción del mundo mítico del western. La película contiene la historia del género, plantea su final biológico y su deterioro moral, pero rescata en un postrer esfuerzo una sabiduría crepuscular que devuelve la dignidad y el honor a sus protagonistas, y los entrelaza con el sentimiento más excelso en tierra indómita, la amistad, la fraternidad. El recuerdo de sus risas, con el que se cierra la película, es el símbolo de ese calor definitivo e indestructible.
Cuánta hermosura.
(publicado en La sombra del ciprés el viernes 7 de junio de 2019)