En 1972 el productor Dino de Laurentiis propuso a Federico Fellini la adaptación de ‘Historia de mi vida’, la monumental autobiografía que Giacomo Casanova había escrito a finales del XVIII. Fellini, aunque no conocía la obra, firmó el contrato. Había hecho lo mismo unos años antes con ‘Satiricón’, de Petronio, que comenzó a leer y admirar después de comprometerse a su adaptación y rodaje. Pero con Giacomo Casanova sucedió todo lo contrario. Las miles de páginas de ‘Historia de mi vida’ se le hicieron insoportables. Cada vez que leía una hoja, la arrancaba con irritación. Decía en una entrevista con Aldo Tassone publicada en ‘Dirigido por’: “Es un árido catálogo de un sinfín de acontecimientos amontonados sin selección, sin sentimiento ni diversión; donde se nos ofrece solo un rigor estadístico, de inventario pedante, minucioso, rabioso, ni siquiera mentiroso”. Su principal encono se lo produce el protagonista: “El personaje no sugiere el más mínimo interés, la más mínima curiosidad por ser tan aproximado, retórico, enfático, provocador, incluso valiente –hacía duelos-. Un fascista”.
Tras ultimar un guion con Bernardino Zapponi en el que se toman muchas libertades, el rodaje se paraliza por su alto presupuesto. Dino de Laurentiis se retira, y Fellini se centra en ‘Amarcord’. Su gran éxito atrae a un nuevo productor, el gran Alberto Grimaldi, y por fin en el verano de 1975 se inicia el rodaje, dispuesto íntegramente en los estudios de Cinecittà. Allí se escenifica la Venecia de Casanova y las cortes reales de media Europa. Cuando se estrena en 1976, recibe una acogida crítica y de público muy inferior a ‘Amarcord’.
‘Casanova’ tuvo que luchar contra el cliché de una película sobre un seductor empedernido, urdida por un director con la aureola carnal y excesiva que ostentaba Fellini. Su rechazo del personaje anulaba cualquier visión complaciente o erótica, exigiendo la cara opuesta de un protagonista vacío y sin gancho. Fellini le somete a una puesta en escena que denuncie su falsedad, con las costuras de la representación aflorando sin cesar en los decorados de Cinecittà. El carnaval de Venecia sobre un mar de plástico que abre la película baña también las demás escenas. Todo es máscara, artificio, pose, maravillosamente compuesta sobre el cuerpo de Donald Sutherland, porque así es Casanova, rodeado de seres grotescos o degenerados que pueblan una realeza a punto de sucumbir a la Revolución. Y sexo. Sexo ejercido sin descanso, pero desprovisto de erotismo, de ternura, de atracción. Para el seductor el sexo es una gimnasia, y al tiempo un ejercicio de exhibición y poder que procura ejecutar en público. Sus coitos se reducen a un ritual gobernado por la caja de música que se abre en cada uno de ellos, con un siniestro pájaro girando al son de la música oscura de Nino Rota. Por esos escenarios se cuelan pinceladas de El Bosco o de Brueghel el Viejo, o atmósferas circenses que en sus seres deformes recuerdan a ‘Freaks’ de Tod Browning.
Solo en una ocasión se rompe esa frialdad para dejar cierto sitio a la intimidad, al goce: cuando Casanova se encapricha con una autómata, una muñeca mecánica que le emociona con su disponibilidad. En su vejez, retirado en una biblioteca de Bohemia donde escribe sus memorias, Casanova recuerda ante todo este encuentro con la autómata, la traslada en sus sueños a Venecia, y en el desvarío postrero él mismo se transforma en otro artilugio, perfecta máscara de su vacío interior. Es la bofetada final de Fellini al seductor Casanova en esta película que con los años se hace cada vez más grande e insólita.
(Publicado en La sombra del ciprés el 14 de febrero de 2020)