Seminci.
La muela del juicio tiene una simbología prendida en su propio nombre. Es la pieza que falta para completar la dentadura, casi el último brote natural del cuerpo. Marca el final del crecimiento, de la vida tutelada. El individuo que la siente nacer ha llegado a una edad en que debe hacerse cargo de sí mismo. En la lejana China parece que esa pieza postrera tiene un significado parecido, significado que atraviesa la ambiciosa obra de Liang Ming, cuyo título, ‘Ri Guang Zhi Xia’, se traduce precisamente como ‘La muela del juicio’.
No parece partidario Liang Ming de ir directamente al grano de la historia, de centrar desde el comienzo situaciones y personajes en torno a una anécdota. La película toca diversos temas en Dong-gang, una ciudad fronteriza que en el año en que se desarrolla la historia, 1999, sufrió un vertido de petróleo que arruinó la pesca. También hay mafias locales que presionan a los pescadores, chinos que van y vienen a Corea, movimiento de rostros que tardan en fijarse en la memoria del espectador. Poco a poco las historias se van desbrozando, sin que se abandone el poder de la sugerencia frente a la declaración explícita. Dos hermanos mantienen una relación estrechísima en la casa familiar, aislada de la población. Duermen en lechos contiguos, comparten sus problemas, se hacen regalos, ríen en la burbuja que les permite aislarse de las tensiones de su ciudad. Hasta que alguien llega y rompe el equilibrio. Alguien que viene de fuera, como en los cuplés, de Corea del Sur. “La chica molona”, como la llama la protagonista, que entra en el campo de fuerzas de los dos hermanos, activa la atracción de ambos, y acaba uniéndose al chico. Al tiempo, la muela del juicio de la hermana empieza a lanzar señales de existencia, que en el entramado de señales y sobreentendidos en el que se mueve la historia, cabe leer como el fin de la red protectora de la fraternidad.
Una virtud sobresaliente de la película, que es al tiempo un riesgo, es su capacidad de hacer que la historia avance sin marcas explícitas. Hay que escarbar en los hechos para encontrar su potencial implícito, su fuerza dramática: una mirada algo más turbia de la protagonista, la inquietud tras sorprender a la pareja en actitud amorosa, el nerviosismo de una fiesta. Pistas con la que ponerse a trabajar, a hilar. Liang Ming necesita de un espectador comprometido, atento a su juego, nada impaciente con el lento saldo que va dejando la narración. Deja propinas ocasionales, como los espectaculares paisajes nevados que se renuevan cada poco, o un impecable manejo de la escenografía. Arriesga, y a su manera, gana.
Es obligado anotar también la pincelada del cortometraje ‘Omelia contadina’, homilía campesina sobre el altiplano de Alfina, fronterizo a Toscana, Umbría y Lazio. La directora Alice Rohrwacher, junto al artista JR, montan una ceremonia fúnebre de la agricultura tradicional, desplazada por los monocultivos de gran extensión. No hay apenas discurso, solo unas impactantes imágenes aéreas del traslado y sepultura de grandes lienzos con las efigies de los campesinos. Los trabajadores de la tierra se integran en ella entre música de fanfarrias. Pero no para sucumbir y desaparecer, sino precisamente para lo contrario: para germinar, para ser semilla de nueva resistencia. Un canto sencillo y hermoso.