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Jorge Praga

Hoy empieza todo II

Ausencia de límites

Seminci.

Un delirio es ‘Mogul, Mowgli’. No la observación de un delirio, o la narración de su contenido, como se puede esperar de las sinopsis que circulan por los materiales de prensa. No, un delirio que contagia, que inunda, que perturba las imágenes y la estructura de la película. Cuántas veces el delirio ha engendrado obras de gran altura: saltan pronto a la cabeza la mayoría de las que firmó David Lynch, o ‘Providence’, de Alain Resnais. En ‘Mogul, Mowgli’ el delirio se tolera con dificultad, con el cansancio creciente de intentar discernir realidad y deriva subjetiva de una mente sin gobierno.

Bassam Tariq, su director, y Riz Ahmed, el intérprete principal, han escrito un guion que en los primeros diez minutos permite un aterrizaje esperanzador. Un rapero de éxito, a caballo entre dos giras internacionales, vuelve a Reino Unido a ver a su familia, un reencuentro tras dos años de ausencia que le inunda inmediatamente de recuerdos y de lazos sentimentales no siempre agradables. Pero una misteriosa enfermedad le deja postrado. A partir de ahí la narración se embarra entre sueños, obsesiones, paranoias, y abandona cualquier esperanza de crónica para convertirse en un viaje interior por una mente revuelta y a ratos alucinada. La estética está en perfecta alianza con esa elección: un cuadro de dimensiones 4×3 que recorta el aire; unos encuadres en gran angular que agobian el escaso espacio; unos colores fríos de hospital, blanquecinos, verdosos, copiados de los uniformes de los sanitarios; una cámara en mano casi siempre en movimiento; un montaje que no elude el vértigo. Y una interpretación agotadora de Riz Ahmed, con los ojos cerca del cogote. Por detrás de todo este magma se traslucen ciertas ideas y variantes del éxito artístico: la ruptura con las raíces religiosas o sociales, la dificultad de la dependencia paterna, el miedo a ser desplazado de la cúspide musical. Otras presencias, como la reiterada del hombre con el rostro cubierto de cadenas de flores, quedan para la vieja pregunta sobre el significado que siempre enzarzaba los coloquios después de la proyección. No los hay en Punto de Encuentro, una sección en la que caben, como debe ser, experimentos de todo tipo.

En cierta manera, ‘Mainstream’, segundo largometraje de Gia Coppola, plantea el mismo exceso contaminante, el contagio de su materia narrativa a todos los estratos de la producción. Su objetivo es la crítica del nuevo tipo de espectáculo ligado a la tecnología de las redes sociales, en el que lo único que cuenta es la cantidad de “me gusta” conseguidos, y su consiguiente rendimiento publicitario. Pero la obra no es capaz de dar un paso atrás y distanciarse de aquello que analiza.

Tres jóvenes que malviven de trabajos sin relieve deciden unirse para combatir desde dentro a youtubers, influencers y demás estrellas de las redes sociales. Guiados por el talento ácrata de uno de ellos, consiguen llamar la atención con un desparpajo que aspira a ser crítica mordaz. La empresa crece, llega un manager que no deja de mirar los datos de la audiencia, y también ellos acaban viviendo de los “me gusta” a cualquier precio. Lo que sucede es que la película cae en la misma contradicción invasiva que sus protagonistas: su estética se construye con idéntico exceso de efectos digitales que atiborran los productos de la red, no hay línea divisoria clara entre contenido y punto de vista. Gia Coppola, nieta del gran Francis y sobrina de Sofia Coppola, no alcanza por ahora la altura de sus familiares.

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