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Jorge Praga

Hoy empieza todo II

La verdad de los inocentes

En una secuencia de ‘Los santos inocentes’ la dueña del cortijo, una estirada marquesa interpretada por Mary Carrillo, pasea por su finca acompañada de su hija. Se acercan a la verja que guardan Paco el Bajo y la Régula. Azarías no anda lejos, y llama la atención de la marquesa: “A ti no te conozco. ¿De quién eres tú?”. Y se vuelve a la Régula: “¿No estaría mejor recogido en un centro benéfico?”. Azarías se quita la boina y trata de explicarse: “Yo vuelco los geranios todas las mañanas y a la anochecida salgo a la sierra a correr el cárabo para que no se meta en el cortijo”. “Correr el cárabo, ¿de qué está hablando?”, inquiere la marquesa a la Régula con mueca de asco. “El Azarías no es malo, señora. Solo es una miaja inocente”.

El inocente. Los santos inocentes. Seres ajenos al mundo de la marquesa y de la Régula, del secretario cornudo y de la exuberante Purita, de Paco el Bajo y del señorito Iván. Azarías pertenece a otro orden fuera de lo racional. Con la Niña Chica en los brazos todo son sonrisas y paz. En sus hombros se posa el búho y la grajilla, pájaros que reconocen al cómplice que les trae el grano del patrón, al tipo que corre entre los árboles con las últimas luces y les llama alegremente. ¡Eeeh!, chilla Azarías, ¡uuuh!, contesta el búho. ¡Quiá!, chasquea Azarías, y la grajilla se posa en su hombro. Es un mundo de sonidos ajenos al lenguaje y a los significados. El chillido ronco de la Niña Chica es de la misma estirpe. Y todos se acomodan en la sonrisa desdentada de Azarías, que los mece en un susurro común: milana bonita, milana bonita, su mantra de bondad y cercanía. Los inocentes literarios de Miguel Delibes son trasplantados a una existencia cinematográfica visual y sonara, olfativa y móvil. Visten ropas de desecho, hablan con onomatopeyas, utilizan su detritus para abonar la tierra o para cerrar las grietas de las manos. Mario Camus reserva a estos seres de raigambre franciscana -del San Francisco creado por Rossellini- la parte más noble y dulce, la única dulce, de su película. Y los envuelve con una música que sirve como un ropaje ajustado a su rareza: una percusión de panderetas, campanillas y rascaduras en botella de anís, más un rabel arcaico tañido por un músico popular, Pedro Madrid, a quien Mario Camus fue a buscar a su pueblo de Cantabria con la melodía compuesta por Antón García Abril. Es música que se funde con el piar de los pájaros, con las risas, con el grito de la Niña Chica que solo Azarías puede entender y contener.

Enfrentado a los inocentes, ensimismado y furioso, el mundo de los civilizados se despliega con su organización férrea, con su jerarquía vertical que a todos fija. “El que más y el que menos todos tenemos que acatar una jerarquía, unos debajo y otros arriba, es ley de vida, ¿no?”, sentencia el señorito Iván en su tertulia de invitados al cortijo. Si la inocencia de aquellos eludía la confrontación con la culpa, en estos seres de orden también se disimula esa culpa, y tal vez la maldad. Todos son requeridos y obligados por su posición; el señorito que ejerce de déspota, el secretario que maltrata a los peones, la mujer que solo puede escapar exhibiendo sus atributos. Los peones se arrastran para sobrevivir y son humillados hasta en la poca cultura que reciben, la que les permite rotular con esfuerzo su nombre. Es un orden antiguo e inamovible, que a todos conviene respetar. De él comen. Solo los jóvenes intuyen alguna grieta en los silencios, en la mirada que levantan sin humillar. La justicia redentora tiene que llegar necesariamente de fuera con la soga de Azarías.

El esfuerzo que dirige Camus para crear y delimitar esas dos esferas, la horizontal de los cándidos y la vertical de los civilizados, es formidable. Desde un guion cuidadoso -al que tal vez le sobren los tiempos expandidos de los jóvenes que la novela no contempla-, hasta la modulación de todos los recursos del rodaje y del montaje: una fotografía que brilla especialmente en la confrontación de interiores, del lujo estúpido de los marqueses al tenebrismo de las chabolas; un vestuario categorizado y exacto, culminado en la ropa remendada de Azarías que sintetiza siglos de miseria (parece que Francisco Rabal se la compró a un campesino de Albuquerque, el Barrunta); y una soberbia interpretación colectiva que es el eje visual que mueve la película. Camus demuestra su sabiduría traspasando el bosque literario de Delibes a otro de sobreentendidos, gestos, silencios. Es el cine del mostrar frente al libro del decir, con Francisco Rabal a la cabeza: la manera de correr de su Azarías con los brazos colgando, la risa babeante, su ropa de colgajos. Hay una escena en la que Azarías, con dos gestos, es capaz de sintetizar la pureza de su personaje. Tras haber enseñado la Niña Chica a la hija de la marquesa y provocar su fuga horrorizada, aguarda atemorizado la recriminación de la Régula, abrazado a su sobrina en el banco. La mujer, sin embargo, extiende la mano y le acaricia el rostro. Azarías cambia la inclinación de su cabeza, devuelve la chispa a sus ojos y la sonrisa a su dentadura carcomida, mientras aprieta más fuerte a la Niña Chica. La inocencia, con su verdad y su ternura, llena de emoción la pantalla.

(publicado en La sombra del ciprés el viernes 12 de febrero de 2021)

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