En un libro de reciente aparición, ‘El vicio de Napoleón’, su autor, T. S. Norio, tasa la ingente bibliografía napoleónica: “Napoleón es, tras Jesús de Nazaret, el ser humano más biografiado de la historia. Se han publicado más libros sobre él que días vivió, y aun hay quien estima que esos libros suman más que los días transcurridos desde su muerte”. Por contra, en el campo cinematográfico nos encontramos con un balance opuesto, en especial si nos atenemos a obras de ficción. Poco más de una docena le tienen como protagonista, y casi todas descansan en el justo olvido de las obras menores. Ninguna aspira a la totalidad del personaje: se le ve en escorzo desde el lecho de alguna amante pasajera (‘Maria Walewska’, ‘Desirée’), centrado en una batalla (‘Austerlitz’, ‘Waterloo’) o disuelto en una narración más amplia (‘Guerra y paz’). Casi todas se atascan en las convenciones del género dieciochesco (interiores recargados, bailes, recepciones…), y sobre todo rebotan en el cliché del personaje (ceño fruncido, mano en la guerrera, tono altisonante…), cliché que actúa como una camisa de fuerza sobre el actor de turno. Marlon Brando, Charles Boyer, Rod Steiger o Daniel Auteuil no pudieron con las apreturas de la guerrera napoleónica.
Por ser la primera representación de entidad hay que detenerse en el ‘Napoleón’ que estrena Abel Gance en 1927. En esos años finales del cine mudo, con la industria y el lenguaje en sedimentación reciente, el director francés trazó un plan de seis películas que sumarían nueve horas de proyección. Pero fundió todo el presupuesto en la primera, para la que rodó doscientas cincuenta horas con un equipo técnico y artístico plagado de figuras, más cinco mil extras para la batalla de Italia. El montaje de cuatro horas exhibía una sucesión de prodigios visuales: fundidos, iris, virados en diversos colores, planos subjetivos con cámaras muy ligeras (aportación de Segundo de Chomón), que convergían en la apoteosis final: un tríptico insólito de proyecciones simultáneas, que Abel Gance llamó Polyvision, con el que la pantalla se expandía a la proporción 4:1. Pero esa forma tan aparatosa y atrevida era un ropaje excesivo para el contenido: los años nacientes de Napoleón, en los que el personaje no es más que una cáscara hueca, un soldado enfebrecido que nunca apea el uniforme, y que tan pronto cruza el mar con un barquito con la bandera tricolor por vela, como somete con su mirada a toda la Asamblea popular. La capacidad de Abel Gance para rodar multitudes y entresacar primeros planos de gran fuerza expresiva, recuerda en cierta manera la práctica en esos mismos años de S.M. Eisenstein en sus construcciones revolucionarias. El problema es que la obra de Gance fracasa en su convergencia de lo popular sobre un personaje vacío, mientras que la de Eisenstein lleva su montaje de atracciones hacia una utopía liberadora que compromete e impregna al espectador. Aun con esos lastres el Napoleón de Gance sobrevivió a su época, y se permitió varias reconstrucciones que le mantienen vivo. La Seminci en su treinta edición, allá por 1985, fue testigo de una de ellas, con el estreno de la versión musical dirigida por Carmine Coppola al frente de la Orquesta Ciudad de Valladolid (todavía algún espectador recordará la batuta belicosa del padre de Francis Ford que dejó exhaustos a los músicos antecesores de la Oscyl).
Tal vez este recuento negativo hubiera cambiado de signo si Stanley Kubrick hubiera culminado su proyecto más deseado. Tras el éxito de ‘2001: una odisea del espacio’, la Metro Goldwyn Mayer prestó atención a su guion, que abarcaba la vida entera del Emperador. Según cuenta su biógrafo John Baxter, a finales de 1967 Kubrick envió a su ayudante Andrew Birkin a rastrear la geografía napoleónica. Con su conocida meticulosidad, puso a varios estudiantes de Oxford a resumir todas las biografías publicadas, contrató al principal experto británico en Napoleón, Felix Markham, y al mejor diseñador de uniformes militares. Obligó a su director de fotografía a experimentar con la luz de las velas. El propio Kubrick se inoculó el virus: comía como el Emperador, mezclando los platos salados con el postre, y trataba a su equipo con el despotismo de un general. Contaba con la aprobación del gobierno de Rumanía para utilizar a cincuenta mil (¡50.000!) soldados del ejército en la recreación de las batallas. Y se guardaba la carta de Jack Nicholson para el papel estelar. Hubiera sido un ‘Barry Lyndon’ elevado al cubo, pero tras dos años de preparación la productora cambió de accionistas mayoritarios y el proyecto se desinfló.
Napoleón ahogado en su personaje, en su cliché. ¿Y si se le perdiera el respeto al instigador de tanta batalla sanguinaria? Chaplin y Lubitsch mostraron la eficacia de la caricatura en sus obras sobre Hitler y el nazismo. Forzando la búsqueda, localizamos a los hermanos Marx disfrazando la sátira napoleónica en su obra cumbre, ‘Sopa de ganso’. No faltan en ella las ampulosas recepciones de mandatarios (¡el embajador Trentino!), con Groucho confundiendo al cuerpo diplomático. Tampoco las declaraciones de guerra en el Parlamento, que acaban en la apoteosis de un musical. Pero la cumbre napoleónica se consigue en la imprescindible escena del Estado Mayor vigilando a distancia el desarrollo de la batalla, que se condensa en una sucesión de uniformes colgados de la percha insolente de Groucho, a cual más tonto y disparatado. No falta la cita explícita: Harpo lleva el sombrero cruzado de Napoleón, al que los disparos del enemigo aciertan en los extremos para hacerlo girar como una ruleta. La risa silenciosa de Harpo desnuda al Emperador.
(publicado en La sombra del ciprés el 26 de marzo de 2021)