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Jorge Praga

Hoy empieza todo II

El crucero Moskva y el acorazado Potemkin

El miércoles 13 de abril, mientras los cielos se abrían por fin en España y las procesiones de Semana Santa recuperaban la marcha, en el mar Negro, no muy lejos de Sebastopol, una gran columna de humo oscurecía el azul del cielo. El crucero lanzamisiles Moskva, el buque insignia de la flota rusa del mar Negro, como le adjetivaba la prensa, ardía irremediablemente y se hundía tras el intento fallido de remolcarlo a puerto. De inmediato circularon dos versiones de los hechos. Según el Ministerio de Defensa ruso se declaró un incendio en el crucero que provocó la explosión de la munición almacenada y obligó a evacuar a la tripulación. El gobernador ucranio de Odesa sin embargo aseguraba que el navío había sido alcanzado por dos misiles Neptune disparados desde tierra. Dos explicaciones divergentes que tuvieron como colofón, en la madrugada del sábado, un ataque ruso desde el mar con misiles Kalibr sobre unas instalaciones militares cercanas a Kiev donde, entre otras armas, se fabricaban misiles Neptune.

Desde el comienzo de la invasión de Ucrania, o incluso antes, en el tiempo de las amenazas y las maniobras militares de la OTAN y el ejército ruso a ambos lados de la frontera, no han dejado de circular versiones contrapuestas sobre los mismos sucesos. Bastaba ver en los primeros días de la invasión cualquier informativo español, o de la BBC, o de las cadenas estadounidenses, y confrontarlas con lo que contaba Russia Today. Ninguna coincidencia, intersección vacía que diría un matemático. El informativo financiado por el gobierno ruso desapareció pronto de la programación española, tachado por sanciones y vetos, pero continuó su actividad junto con medios del mismo corte en el ámbito ruso, con el resultado de que una buena parte de la población de ese país tiene una valoración bien distinta a la nuestra de lo que Putin y su ejército están haciendo en Ucrania. Dos relatos opuestos extendidos sobre unos mismos hechos. Relatos que encauzan, vinculan y dan un determinado sentido a la destrucción, a la brutalidad, al sufrimiento, al horror; adjetivos que resumen desde el dolor del hombre de a pie una guerra, cualquier guerra. “¡Qué estafa!”, anotaba sin cesar el gran Eduardo Haro Tecglen en sus reflexiones sobre las confrontaciones bélicas. La otra narración sobre lo acontecido, la fría y casi objetiva que elaborará y ajustará la Historia con mayúscula, tendrá que esperar. Esperar a que los incendios se apaguen, a que los actores se retiren, a que los archivos se abran. A que se acerque el olvido.

Cualquier guerra tiene otras muchas detrás, de las que nada hemos aprendido salvo la habilidad para mejorar los relatos que acaban por sustituirlas en nuestro imaginario. En esta invasión de Ucrania, el posible asedio ruso a Odesa desde el mar Negro ya había despertado los recuerdos de los sucesos de 1905 fijados en el cine por S. M. Eisenstein. Las fotografías del crucero Moskva antes del incendio, un bloque de metal bruñido con una geometría atravesada por las diagonales de sus cañones, acentuaron la comparación. Hace casi 120 años un buque muy parecido estaba en las mismas aguas: el acorazado Potemkin. Era también la joya de la flota rusa en el mar Negro, flota fundada por Catalina la Grande con su amante y valido Grigori Potemkin a finales del siglo XVIII. La imagen del Moskva arrastra la del Potemkin, aunque ambos navegaron por el mar Negro con distinta suerte. El acorazado Potemkin sufrió una revuelta a bordo en junio de 1905 por las malas condiciones de vida de los marineros, y acabó uniéndose a la huelga general que se había proclamado en la cercana ciudad de Odesa. Intentó combatir con sus cañones la sangrienta represión de las tropas del Zar sobre los huelguistas, pero tuvo que huir hasta refugiarse en el puerto rumano de Constanza y rendirse. Este breve resumen histórico quedó sin embargo relegado por un gran relato elaborado veinte años después de los hechos, impulsado por el naciente estado soviético y encargado al director S. M. Eisenstein. La película ‘El acorazado Potemkin’ no es fiel a lo que sucedió: los marineros se convierten en un engranaje de la revolución, la represión zarista se concentra en una escalinata de Odesa, y el acorazado no solo no se rinde sino que logra la solidaridad del resto de la armada rusa. Poco importa la traición a la Historia, pues el objetivo de la película no era ser cronista de unos hechos sino convertirse en un artefacto ideológico y revolucionario. Y bien que lo consiguió. Lo prueban las numerosas prohibiciones que trataron de callarla, y la emoción –“el éxtasis”, en palabras de Eisenstein- que todavía envuelve al espectador cuando la contempla.

Sin embargo sucede a menudo que las obras maestras son capaces de desbordar su enclave histórico y extender su vigencia hacia territorios nunca imaginados por sus autores. Y eso ocurre con ‘El acorazado Potemkin’, capaz de ofrecer una lectura de la invasión de Ucrania más allá de sus circunstancias cinematográficas. Las imágenes de la película viajan en  el tiempo y se funden con las que a diario nos llegan de la guerra. Los cuerpos masacrados y las familias destrozadas de cualquier lugar de Ucrania estaban antes representados en la célebre escena de la escalera de Odesa. Desde ella nos miran eternamente los ancianos que sonreían al acorazado, el joven sin piernas, las muchachas bajo las sombrillas, las madres con sus hijos: todos son aplastados por el ejército, tiroteada en el vientre la madre que suelta el cochecito del bebé, sajada por el sable la anciana que pide piedad. Pero no acaba en esa cruenta analogía la lección de la película de Eisenstein. También alberga una reflexión sobre los ejércitos y los poderes que los mueven que podemos contrastar con la actualidad. La solidaridad horizontal que envuelve al pueblo de Odesa y a los marineros del Potemkin solo es posible cuando estos se rebelan y desmontan la estructura vertical de la disciplina militar, disolviéndola en una asamblea sobre la cubierta del buque. La represión del ejército zarista en la escalera de Odesa significa la recuperación de la disciplina, el triunfo de los uniformes, la preponderancia de los fusiles. Es el brazo armado del poder que pisotea, literalmente en la película, las vidas y los lazos amorosos que las rodean. Y ese es el mismo ejército y la misma sangre resultante que cada día nos salpica antes de convertirse en material de noticiario, utilizando muchas veces el dolor de las personas para engrasar el discurso militar. La obra visionaria de Eisenstein fabula hasta encontrar la salida a la matanza, a las matanzas de entonces y de siempre. En la secuencia final los marineros del Potemkin huyen perseguidos por otros barcos de la armada y, cuando la confrontación parece inminente, un grito se eleva por encima de la tensión: “¡Hermanos!”. Los marineros olvidan la disciplina que les obliga a enfrentarse, se reconocen en su condición común, tiran sus gorras y se lanzan abrazos a través del mar. “Sobre las cabezas del mando zarista, se oyó el hurra fraternal”, reza el subtítulo que cierra la película. Esta es la ensoñación que aporta y renueva esta gran obra, la ensoñación de la fraternidad que nada tiene que ver con la guerra de los poderes sustentados en imperios, estructuras militares, tráfico de armamento y de recursos naturales, patrias excluyentes, filtros de pueblos y razas. La fraternidad. Una utopía en la película de Eisenstein muy alejada del topos concreto y martirizado de Ucrania.

(publicado en La sombra del cipres el viernes 6 de mayo de 2022)

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