Seminci. Caro Diario.
Qué dichosa palabra: cine. Dichosa por la dicha que nos ha proporcionado y proporciona. Y dichosa en otro sentido: imprecisa, escapista. Pues resulta que cine, el apócope del cinematógrafo de los hermanos Lumière, lleva al menos dos significados dentro: el de las películas que se producen, y el de las salas donde se proyectan. Y así es desde aquel 28 de diciembre de 1895 en el Salon Indien del Grand Café de París, en el que esos benditos hermanos inventaron a la vez el cine y los cines.
En los días previos a la Seminci me he encontrado con una publicidad malévola, y valga la redundancia, que explota esta duplicidad semántica. Es un anuncio que se proyecta en las salas antes de las películas, y que te chupa la atención con una cadena de imágenes suculentas que iluminan los rincones de la memoria. Las caras que has amado, las escenas en que te has reído o has gritado, los títulos que has revisitado con placer. Una cadena de anzuelos cuyo lema es la defensa del cine… para ver en casa. Filmin, la plataforma que está detrás del anuncio, nos quiere amarrar al sofá para recibir aquello que nos gusta, pero sirviendo el pastel a medias, un milhojas sin merengue.
Ya sé que vociferar hoy en día las virtudes de la existencia (y de la asistencia) de las salas de cine tiene el mismo futuro que empeñarse en comprar el periódico en el quiosco. Manías predigitales de abuelos. Pero en esta ciudad tan dada a los disfraces, durante unos días muchos se van a olvidar de plataformas y series para recuperar no solo el cine y los cines, sino también su compañera inseparable: la calle. Seminci de gran pantalla y además, de corrillos en las aceras, de otra ronda que pago yo, de palabra sobre palabra.