Seminci. Punto de Encuentro
Signe, la protagonista de “Sick of Myself” está, como reza el título, enferma de sí misma. Es atractiva, vive con su pareja en un hermoso piso de Oslo (¡qué casas tan bonitas las de estos noruegos!), pero sin embargo anida en ella una carencia que la traumatiza: no es importante para los demás, nadie repara en ella. Que la miren, que la escuchen, es su obsesión. Que no la deje en sombra el sol de su pareja, artista de relativo éxito forjado en la cara dura que le echa a sus piruetas en el arte. Signe envidia la adulación que recibe, las entrevistas que le hacen, las fotografías que publican las revistas. Zelig, el maravilloso transformista inventado por Woody Allen, aspiraba solamente a ser uno más del grupo, que no se notara que no había leído “Moby Dick”. Signe va más allá que Zelig. Quiere destacar, ser el vértice de todas las miradas. Un día descubre que su cuerpo se hace importante cuando le rodea una desgracia. Atiende en un accidente a una persona con un corte y la sangre que la salpica llama la atención de todos. El policía la felicita, su novio se conmueve. La idea se hace fuerte en su cabeza: debe sacrificar su belleza para borrar la indiferencia. Debe hacerse daño, y que sea visible. Comienza una carrera obsesiva hacia las llagas, hacia la enfermedad masoquista. Hacia la locura.
Ese es el motor de la película: el camino desde la normalidad hacia la monstruosidad. Que es exactamente el contrario del que intentaban los protagonistas de grandes obras como “El hombre elefante” o “Freaks”. Lo llamativo, y discutible, es el tono en que se desarrolla, el género al que se adscribe: la comedia. La película busca la risa desde antes de empezar, en un prólogo grabado al director, Kristoffer Borgli, en que presenta su película haciendo bromas. La deformidad que busca la protagonista puede ser fuente de drama, o de risa. Borgli se apoya en el humor, un humor muy negro que busca al tullido que tropieza, a la enferma que vomita en la terapia grupal, a la ciega que rompe los vasos al servir el agua. El resultado es una película violenta con sus personajes y con el espectador, en la que las carcajadas son a veces una forma de defensa.
La argentina “Cuando la miro” es todo lo contrario de la turbulencia noruega. Busca la cercanía, la ternura, el sentimiento de lo efímero. Julio Chávez dirige, escribe e interpreta a un pintor que graba con una cámara conversaciones con su madre de 81 años. Se suceden las pequeñas confidencias, los desnudamientos ante la cámara, las perplejidades. También se destapa un cariño que poco a poco se va solapando a las grabaciones. Unas grabaciones sin objetivo aparente, como la película, a la que es difícil encontrar una causa, un motor narrativo, un ritmo. Pero cuando languidece se levanta pronto con la dicción y el énfasis porteño de la gran pareja protagonista. Y con la certeza de que la película contiene retazos de una historia común, de todos y cada uno. Al final una capa de melancolía reforzada por la música se deposita sobre el cierre en negro.