Seminci. Punto de Encuentro.
No será “War Pony” la primera película que se ocupe de una tribu india de Estados Unidos (el calificativo de “india” es desafortunado e hiriente). A bote pronto viene el recuerdo de los documentales y fotografías de Edward S. Curtis a principios del XX. Lo que interesa y sobresale de la película de las directoras Gina Gammell y Riley Keough es su atención exclusiva y actual a un poblado, Pine Ridge, integrado en la reserva de los lakotas (formaban parte de los sioux) en Dakota del Sur. Es, dicho de forma sencilla, una mirada desde el otro lado, aquel en el que nunca se posan las cámaras.
Esa reserva de los lakotas es, como casi todas las implantadas en Estados Unidos, un lugar olvidado y degradado, con basura por las calles, coches abandonados, estupefacientes, alcoholismo y paro. En la primera secuencia se alude a una ceremonia de invocación de los muertos, pero es prácticamente el único detalle sagrado del pasado. Los lakotas han perdido casi completamente su identidad, aunque los rasgos de los rostros los señala como un pueblo distinto. La película se estructura sobre un guion vagabundo que persigue a dos jóvenes: Bill, de 23 años, que tiene dos hijos con chicas distintas y vive de pequeños negocios que va urdiendo sobre la marcha. Y Matho, un chico de 12 años que vive con su padre, al que roba la droga para trapichear y dominar a su pandilla. No hay más sustancia narrativa que la oscilación de estos dos chicos por el territorio lakota buscándose la vida, sin familia de referencia ni futuro alguno. Con los blancos del exterior mantienen una relación distante, de mutua desconfianza, de violencia si es necesario. En la noche de Halloween todos siguen la tradición americana de disfrazarse de fantasmas, salvo una fiesta privada de blancos con vigilantes lakotas, en la que alguno de los invitados se disfraza de…sioux. Ese es el poso triste que deja esta notable película, un pueblo encerrado en su miseria sin horizontes para sus jóvenes, y reducida su identidad a un disfraz. Los bisontes, el animal del que se alimentaban durante siglos, solo reaparece ante estos muchachos como un delirio tras un exceso de drogas.
La argentina “Carrero” también se ocupa de la marginalidad, aunque aquí la frontera es solo económica, sin reservas raciales. Fiona Lena Brown y Germán Basso han aprovechado para su película su experiencia en talleres teatrales en los arrabales de la gran ciudad. De ahí sacaron a sus casi todos los actores, jóvenes sin experiencia profesional, y rodaron en sus calles sin asfaltar y en sus casas llenas de parches. La historia que urden cuenta la lucha de uno de ellos por labrarse una vida propia, ayudando a un muchacho del barrio que hace transportes con su caballo y su carro. En su ascenso hacia la madurez surgen problemas y disputas entre ellos, con el principal obstáculo para el espectador de unos diálogos entre argentinos servidos por un sonido deficiente. La sencillez de la trama sortea los despistes, aunque no siempre el aburrimiento.