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Jorge Praga

Hoy empieza todo II

Cine español con acento femenno

Los festivales de cine constituyen un buen avance de lo que llegará al espectador de forma inminente. Si nos quedamos con ese pequeño grupo de diez o quince de máxima influencia, casi todos europeos, podemos deducir de sus títulos y premios las corrientes y nombres que van dominar las pantallas grandes o pequeñas en los meses siguientes. Festivales que fomentan el cine de autor, lejos de los números de taquilla o de audiencia. El cine español nunca lo ha tenido fácil en esos escenarios. Incluso en sus propios festivales, con San Sebastián a la cabeza de las dudas. Pero este 2022 está siendo diferente. En el de Berlín compitieron “Un año, una noche” de Isaki Lacuesta y “Alcarrás” de Carla Simón, ganando esta última el Oso de Oro. También hubo participación en Sundance, en Venecia, y hasta cuatro títulos se vieron en Cannes, con “Pacifiction” de Albert Serra en la competición principal. Así que cuando en septiembre se acercaba el festival de San Sebastián su director, José Luis Rebordinos, avanzaba sobre la participación española: “De los 12 años que llevo como director, esta de 2022 es la mejor cosecha con diferencia. Y diría que como aficionado al cine no conozco un año tan variado y tan potente”. Un par de meses después un crítico como Carlos Boyero, tan alérgico a lo que él llama “películas de festivales”, escribía en El País: “Casi todo el cine que veo es de la misma nacionalidad, aunque está hablado en castellano, catalán, euskera, gallego o mezcla de ellos”. Añadía: “Y constato que la gran parte del cine español que veo está firmado por mujeres”.

Los movimientos en el arte nunca nacen por generación espontánea. Tampoco este que nos ocupa. Esa gestación y esa temática femenina han venido cocinándose desde años atrás, ganando terreno poco a poco hasta aflorar. Dejando de lado nombres indiscutibles pero más bien aislados, como los de Isabel Coixet o Icíar Bollaín, hay que buscar las novedades en estas dos décadas pasadas en el ámbito catalán, en el que el buen hacer de sus escuelas de cine y universidades han sacado adelante una generación de cambio. Con los antecedentes de Mar Coll (“Tres días con la familia”) o Mercedes Álvarez (“El cielo gira”), es a partir de 2017 cuando los frutos son constantes y de altura. Es el año en que debuta Carla Simón con “Verano 1993”, su exquisita recreación de la infancia dolorida e incomunicada, de tinte autobiográfico. Elena Martín firma “Júlia Ist” sobre la soledad berlinesa de una Erasmus, y pronto Celia Rico Clavellino presenta “Viaje al cuarto de una madre”, un manual urgente para cortar el cordón umbilical con un gran duelo interpretativo entre Lola Dueñas y Anna Castillo. Belén Funes vuelve a plantear la independencia de padres y tutores en “La hija de un ladrón”, mientras Lucía Alemany halla en “La inocencia” la vía para contemplar su experiencia adolescente en un pueblo. Otra vez la hebra de la adolescencia difícil y golpeada. Por fin, en 2020, Pilar Palomero estrena, “Las niñas”, un entramado sutil que apenas si necesita de palabras para mostrar los cambios de una protagonista que siente en su interior desconcertado la marea de la pubertad. Son un conjunto de primeras obras con indudable valía individual, pero unidas además por una fibra generacional de mujeres en la treintena. Mujeres con suficiente experiencia para poder evaluarla y analizarla en un guion, sin dejar de lado a la sociedad que las modula y ciñe.

Y llegamos a este año de gracia de 2022. El tapón de la pandemia detuvo iniciativas y congeló rodajes de antes de 2020. Algunos proyectos se retrasaron meses, incluso años. Por fin, la vuelta a la normalidad permitió rematar lo inacabado y aumentar el número de participantes en la línea de salida, saturando los festivales y los estrenos comerciales. El movimiento de acento femenino no ha dejado de fluir, todo lo contrario. Las dos directoras que habían acumulado más premios y prestigio, Carla Simón y Pilar Palomero, presentan nuevas obras. La primera vuelve con “Alcarrás” a una historia de su su memoria cercana, aunque no tan personal como la de su debut. Es una película que, como aquel proyecto de Eisenstein de hace casi cien años, se debate entre lo viejo y lo nuevo en el mundo rural: una familia ramificada, de varias generaciones, que pelea sin éxito por conservar la finca donde cultiva melocotones. Una familia que la directora califica de “un único cuerpo emocional”, objetivo de una cámara que circula por las estancias y los campos enlazando situaciones y pequeños conflictos de la vida diaria en el tiempo indolente del verano, otra vez el verano. También Pilar Palomero se mueve en “La Maternal” en territorios cercanos a los de su debut, aunque sin rastros autobiográficos. Pero de nuevo tenemos a una chica apenas adolescente que avanza en una vida para la que nadie la prepara ni advierte. Si la protagonista de “Las niñas”, la Celia encarnada por Andrea Fandos, surgía de una exigente labor de selección entre chicas sin experiencia actoral, de nuevo en “La Maternal” se produce el hallazgo de Carla Quílez. El guion se construye con numerosas elipsis sobre los dos años en que Carla se queda embarazada y es acogida con su bebé en esa residencia especial, La Maternal. Una situación áspera y difícil para una chica, casi niña, que tiene que afrontar una crianza en una edad que el cuerpo le pide cosas bien distintas, sin apenas amparo. La cámara de Pilar Palomero, al igual que en su primera obra, persigue sin cesar a la protagonista en sus desplantes, en sus lloros, en sus bailes, en su desconcierto y en su asfixia, aunque deja resquicios para que se cuele en la imagen la desnudez de Los Monegros, con un silencioso homenaje a los escenarios de “Jamón, jamón” (fue la película en la que la directora descubrió el cine en una sesión compartida con Bigas Luna).

Hay al menos otras dos obras que se incorporan de pleno derecho a este cine de mirada y sentir femenino. Una es “Cinco lobitos”, debut en el largometraje de Alauda Ruíz de Azúa, surgido de sus experiencias y reflexiones en su gestación. Otra vez la maternidad como eje, y como revolución que impone otra relación en la pareja, aunque sea una descendencia deseada. La protagonista, una excelente Laia Costa, busca apoyo en sus padres, lo que introduce un nuevo y jugoso gozne: ser madre y ser hija, y tener que dar cuidados en ambos flancos, más aún cuando la abuela enferma de gravedad. “Me interesaba trabajar sobre el proceso de cambio que se produce en torno a los treinta o cuarenta años con relación a los padres. Hasta ese momento quieres a tus padres pero no los entiendes de verdad”, declara Alauda, médium de una representación que alcanza a (casi) todos. Más centrada en el embrollo adolescente se muestra Elena López Riera en su primera obra larga, “El agua”. Rodada durante años en su Orihuela natal, con interrupciones que no le impidieron grabar las inundaciones de 2019, pega su cámara a las andanzas de una joven de diecisiete años escogida con acierto tras un largo casting. De nuevo la existencia juvenil desnortada y sin puntos de fuga, la madre que no está en el lugar que se necesita, la fealdad poligonera de las afueras del pueblo. Elena López Riera trabaja sobre lo que conoce, pero también sobre lo que hereda: el mundo mágico de los relatos de su abuela, de las personas mayores del pueblo. La gris realidad se ve traspasada por cuentos en los que el río, el agua, se desborda también en fantasías sobre la mujer que quiere huir hacia una vida nueva.

Estas líneas deben forzosamente completarse con otras dos obras que en parte incumplen las características de las citadas más arriba. “La consagración de la primavera”, de Fernando Franco, y “Girasoles salvajes”, de Jaime Rosales, tienen detrás autores con una amplia experiencia, sobre todo el segundo. Y hay que saltar (sin problemas) por el sexo, el género o lo que sea de quienes las dirigen. Su cabida aquí está garantizada por la exquisita sensibilidad hacia lo femenino que exhiben. “La consagración de la primavera”, se sostiene sobre una chica que empieza su vida universitaria llena de dudas y soledad, y que encuentra apoyo en un discapacitado al que ayuda en su sexualidad, pero con el que comparte sobre todo una complicidad creciente y muy emotiva. Una obra de un rigor admirable, delicada, tierna, abierta a la esperanza y a la tristeza. En “Girasoles salvajes” Jaime Rosales detiene su cámara en una playa donde se encuentra Julia –de nuevo una gran Anna Castillo-, una mujer con dos hijos a la que en sucesivos saltos elípticos prueba en tres nuevas parejas. Pocas veces el cine ha sido tan certero y odioso como en el diseño del primer novio, un personaje tóxico al que da vida Oriol Pla. La narración salta y brinca encaramada a la existencia azarosa de la protagonista, siempre postergada y maltratada por los hombres con los que se empareja. Brutalidad directa o con filtros sutiles, de todo encuentra. Como en otras películas del excelente Rosales, la vida continúa en la cabeza del espectador más allá del final.

(Publicado en La sombra del ciprés el 8 de diciembre de 2022)

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