El recuerdo casi siempre se engarza sobre imágenes. Recurre a ellas, parte de ellas. Se confunde o se distancia de ellas. Son su referencia primigenia, su mapa de situación, su brújula para navegar sobre el incierto pasado. Sobre esa idea discurre Aftersun, primer largometraje de la escocesa Charlotte Wells. Imágenes que son la mecha incendiaria de la memoria, una materia grabada en vídeos o fotografías. La protagonista busca en la pequeña pantalla de una cámara de vídeo una secuencia de veinte años atrás, el día en que ella cumplió once años y se encontraba de vacaciones con su padre en una playa de Turquía. Una filmación que hace la propia niña con su mano temblona que gira y mueve la cámara sin ningún cuidado. Sobre la pantalla del aparato se deja ver, desde el inaccesible contracampo, la sombra de quien observa, esa niña convertida en una adulta metida en la treintena que quiere volver sobre aquel viaje, que quiere recordar a través de las imágenes grabadas, prender su memoria, indagar, saber. Saber sobre su padre y sobre el rescoldo de aquellos días aparentemente luminosos.
El estreno de Aftersun, ha coincidido con el de otras dos cintas (accesibles en Filmin) que también ejercitan el recuerdo partiendo de imágenes que se conservan del tiempo pretérito. Tres minutos: una exploración es un documental dirigido por la holandesa Bianca Stigter que monopoliza durante sus setenta minutos una filmación de poco más de tres que se realizó en el barrio judío de un pueblo polaco en 1938. En Los años de Super 8 se despliegan las películas caseras que rodó en los años setenta Philippe Ernaux, entonces marido de la escritora Annie Ernaux, cuya voz recorre sin cesar las situaciones de lo que entonces era su familia. En ambos casos, al igual que en Aftersun, las imágenes son el núcleo de una investigación que las desborda sin abandonarlas, pues nunca veremos más que lo que ellas contienen, aunque indirectamente se expandan con la colaboración de la memoria de los narradores, punzada hasta abandonar la zona de confort y penetrar en la de la inquietud y el dolor.
¿En qué consiste recordar? Aftersun parece decidida a encarar la respuesta o, al menos, una respuesta. La película, aunque de base ficcional, está organizada sobre filmaciones de estilo casero que imitan las de un vídeo en manos de un aficionado: encuadres imprecisos o descentrados, contraluces molestos, giros violentos, desenfoques. Son una suerte de testimonio de las vacaciones de un padre y una hija en una playa cualquiera de la costa turca. Un tiempo soso y vacío, unas vivencias insustanciales para una pareja que se divierte con la complicidad de sus bromas. Pero la maestría del montaje sabe deslizar en ese mundo afable y coloreado las grietas de lo que no se dice, los pespuntes de los desencuentros, y, poco a poco, los bordes de la soledad, del miedo, de las tentativas suicidas del padre. De la pérdida. Algo desapareció además de la diversión y el sol playero, algo que ya anidaba en los tiempos muertos de las imágenes falsamente felices. Algo que queda en el limbo de lo invisible, al que solo se puede acceder por la sugerencia imprecisa y nebulosa escondida en los hiatos de los fotogramas. Con esos hilos se tejen los recuerdos en Aftersun.
Los documentales de Bianca Stigter y Annie Ernaux incorporan un matiz del que carecía Aftersun: las imágenes son realmente documentos caseros. Reducidos a una visita callejera de pocos minutos en el primer caso, o a una sucesión de escenas de familia en el segundo. Sin ningún interés para cualquier espectador que ciña su mirada a lo que las grabaciones presentan. Solo el vector que reorienta el recuerdo puede destriparlas, azuzar su potencial, expandirlas. En Tres minutos: una exploración ese vector superpone al tiempo de la filmación otro ligeramente posterior. Las imágenes traen las calles de una ciudad polaca, Nasielsk, en la que en 1938 de sus siete mil habitantes la mitad eran judíos. Lo era también la persona que filma, un estadounidense que abandonó de niño el pueblo y ahora vuelve a estrenar su cámara en sus calles. En el día soleado de verano de 1938 las repletas aceras del barrio judío se muestran generosas con el objetivo; todos quieren salir en la película, sonrientes, alegres, divertidos con la novedad del visitante. La voz de la narradora –Helena Bonham Carter- sobrepone a esa algarabía el recuerdo del día de diciembre de 1939 en que, en la misma plaza en que ríen los adolescentes, todos los judíos fueron convocados por los invasores nazis para ser conducidos hacia los campos de exterminio. Uno de los pocos supervivientes auxilia a la narradora identificando a las personas, dando detalles, reconociendo las casas. Las imágenes se precipitan en el infierno de la aniquilación sin perder la sonrisa ni la luz, afirmando un presente efímero al que le queda poca vida y mucho sufrimiento por delante.
La breve cinta de la visita a Nasielsk fue descubierta por casualidad en 2009 en un armario de Palm Beach Garden, Florida, por un nieto de David Kurtz, el hombre que la registró con su cámara. Sin embargo las cintas que usa Annie Ernaux y su hijo David en Los años de Super 8 estuvieron siempre en poder de la escritora, pues quien realmente las rodó, su marido Philippe, se desentendió de ellas cuando la pareja se separó a principios de los ochenta. En aquellos años las cámaras de Super 8, una novedad que desplazó a las cámaras fotográficas, acompañaban las vicisitudes de muchas familias: escenas de intimidad doméstica, vacaciones, excursiones, viajes, eventos. Imágenes que nada dicen a quienes no son protagonistas, un saldo que se repite con los Ernaux. Pero de nuevo un vector redirige la mirada, el interés. La voz de Annie Ernaux prescinde de los detalles domésticos y extiende las imágenes hacia una especie de diario interior de la pareja, de sus relaciones y proyecciones sobre los niños, del paso fugaz de su madre, de sus suegros. El eco de las imágenes asciende también a las coordenadas de la política, a los cambios de la sociedad, a los nuevos horizontes: el Chile de Allende, la Francia de Mitterrand… La proyección se desequilibra hacia el fuera de campo que sagazmente va construyendo Annie Ernaux, y que recuerda la exactitud indirecta de la prosa de sus novelas. Las imágenes son, en realidad, un pretexto para que la escritora reescriba parcelas de su vida (“se necesitaban palabras para dar sentido a este tiempo en silencio”) sobre una fantasmagoría de vida extinguida que desfila por la pantalla sin atraer casi nada la atención de la narradora. Solo al final permite la presencia de esa extinción cuando subraya el paso de los familiares muertos, bien vivos en la pantalla.
Imágenes para impulsar el recuerdo, para escarbar en el pasado. Emilio Lledó anotaba en El silencio de la escritura la reflexión que hacía Platón en su Fedro sobre la escritura y la pintura: “Si se les pregunta algo, responden con el más altivo de los silencios”. Romper ese silencio requiere, según Lledó, “la compañía del intérprete para convertirse en voz”. Y esa es la tarea que arriesgadamente emprenden, cada una a su manera, estas tres películas con las imágenes silenciosas de las que parten. Una labor de interpretación, ácida y convulsa, que convive con la aparente inanidad de las imágenes, tiñéndolas desde el afuera de su contracampo de la desazón que su superficialidad parecía esquivar. Rescata para ellas aquellas palabras proféticas que Máximo Gorki anotó en 1896 tras asistir a la presentación del cinematógrafo en Nizhni Nóvgorod: “No es la vida sino su sombra, no es el movimiento sino su espectro silencioso”.
(publicado en El Cuaderno digital el 12-1-2023)