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Jorge Praga

Hoy empieza todo II

Vida de Jeanne Dielman

La Exposición Universal de Bruselas de 1958 realizó una encuesta entre un centenar abundante de críticos sobre la mejor película de la historia del cine. La sorprendente ganadora fue una obra censurada en muchos países europeos, también prohibida: El acorazado Potemkin. En la orilla de enfrente de estas competiciones, la conservadora, estaría la consulta que cada diez años, desde 1952, hace la revista inglesa Sight and Sound. En las últimas se han ido alternando en los primeros puestos Ciudadano Kane y Vértigo. Sin embargo en 2022 se quebró la tradición y saltó al número uno una película sorprendente y bastante desconocida, pues en países como España no llegó a estrenarse: Jeanne Dielman, 23, quai du Commerce, 1080 Bruxelles, dirigida en 1975 por Chantal Akerman. Una cineasta apreciada en círculos reducidos, con amplia obra, casi siempre ligada al documental.

Jeanne Dielman… puede resultar tan extrañamente larga (tres horas y cuarto) como su título. Y tan inane como la reducción de una vida a la actividad doméstica de un ama de casa viuda en un piso de una calle cualquiera de Bruselas. Parece, en primera instancia, que no hay pregunta ni enigma narrativo en esa existencia de repeticiones y rutinas, de gestos sin peso. ¿Solo el desafío de sintetizar tres jornadas de vida vulgar? Por contra, una mirada atenta encuentra la inquietud y casi el abismo en los primeros minutos: la protagonista ajusta en la cocina la cocción de unas patatas al período temporal que va a emplear en atender a un cliente en el dormitorio, pues se prostituye a diario. Es su manera de ganarse la vida. El acto sexual queda oculto bajo una elipsis señalada por el cambio de luz en el pasillo. El cliente paga y Jeanne volverá a sus patatas ya cocidas para el guiso que cenará con su hijo. Y aunque todo quede frenado por la frialdad general de la puesta en escena, una sombra se cierne desde el principio, una sombra que queda oculta en el interior de la mujer, en su determinación obsesiva por llevar adelante la jornada con minuciosa entrega.

La disciplina doméstica y horaria de la mujer es la misma que arma y estructura para sí la película. Todos los planos se ejecutan con cámara fija, en encuadres que se repiten periódicamente: cocina, pasillo, salón, dormitorio; y en las salidas para hacer las compras, ascensor, portal, aceras, asiento en el café. La imagen fija transmite a veces la impresión de esas cámaras ocultas que graban a quienes pasan ante ellas. La mujer es registrada en sus quehaceres por unos ojos que la ven entrar en cuadro y luego salir, dejando unos segundos imperceptibles de vacío. El ritmo lo impone el respeto riguroso a los ritos domésticos: preparar las distintas comidas, limpiar los cacharros, recomponer los espacios tras dormir o comer, quitar el polvo, salir a comprar. El refuerzo a esta maquinaria implacable lo da por un lado la fotografía de luz fría y azulada en los interiores tenues, casi oscuros. Y por otro lado la desdramatización a que se someten las acciones de los actores, con la hierática Delphine Seyrig a la cabeza. No hay énfasis ni gestualidad, las pocas palabras que se oyen surgen con monotonía. Domina el silencio, quebrado por los sonidos cotidianos de las pisadas, las puertas, los roces con los objetos, las ollas que borbotean. Pocas excepciones hay en obra tan vigilante: a un zapatero se le escapa una sonrisa cuando le pregunta por su hijo a la clienta; o, mientras Jeanne rehace el dormitorio de su hijo, el esmero con el que dobla su pijama se desborda en afecto materno y recuerda aquel poema de Vladimir Holan:

¿Has visto alguna vez a tu vieja madre

en el momento en que hace la cama,

extiende, estira, remete y acaricia la sábana,

para que no quede ni una sola molesta arruga? 

Los años setenta que arroparon la película contemplaron también otras iniciativas que buscaban cauces distintos a los canónicos del cine narrativo o documental. Chantal Akerman se formó a principios de la década en Nueva York, en la cercanía de autores experimentales y de vanguardia como Jonas Mekas, Andy Warhol y Michael Snow. En Europa el naciente estructuralismo ofrecía una mirada distinta o complementaria a la vigilante ideología marxista. Se propugnaba un cine de clase, atento a los procesos de producción y a su reflejo en la vida y la conciencia de los ciudadanos. Un cine materialista, se decía, que ofreció resultados como Nathalie Granger (1972), de Marguerite Duras, los primeros Bertolucci o Bellocchio o, en España, aquella rareza absoluta que fue Contactos (1971), de Paulino Viota. Pero a quien más evoca la visión actual de la película de Akerman es a un cineasta desligado de esas corrientes: Robert Bresson. En 1975, el año en que se estrena Jeanne Dielman…, se publica su catecismo artístico, Notas sobre el cinematógrafo. Muchos de sus aforismos encajan con asombrosa precisión en la metodología y en los logros de la película de Akerman: “Asegúrate de haber agotado todo lo que se comunica por medio de la inmovilidad y el silencio”. “Nada de fotografía bonita, imágenes bonitas, sino imágenes y fotografías necesarias”. “Producción de la emoción obtenida por una resistencia a la emoción”. “Mi cine no es realismo, sino la búsqueda de una verdad”.

¿Cuál sería la verdad que se desprende de la crónica de Akerman? El espectador se ve obligado a compartir la rutina doméstica de Jeanne Dielman, a recorrer con ella y tras ella sus rituales tan rigurosos como vacíos. A comprometerse, otra palabra de aquella década. No hay fugas ni paliativos posibles; las imágenes, y sobre todo el tiempo narrativo, ciñen una existencia sin ningún vuelo, pegada absolutamente a sus faenas materiales. El espectador actual puede en su pantalla privada debilitar la proyección troceándola. O mezclándola con su propio tiempo doméstico, lo que le daría una expansión especular que no pudo sospechar la autora. Porque la única manera en que ella pudo concebir en 1975 la exhibición fue para el espectador de la sala de cine amarrado a su butaca en la oscuridad, prisionero exclusivo de Jeanne Dielman, de su disciplina sin ventanas y de su angustia soterrada. El 8-M parece que va a propiciar el milagro de su vuelta a los cines, más allá de las plataformas domésticas. En esa proyección que solo la sala oscura proporciona se le entregará al espectador la verdad en el plano fijo de los últimos minutos, como un cofre secreto y silencioso. Un plano sin parangón en la historia del cine, tal vez imitado luego por el tembloroso Klaus Kinski en la clausura de Woyzeck (1979) de Werner Herzog. Un plano que resume y justifica ese primer puesto de Sigth and Sound, pues al menos ha permitido volver sobre esta película insólita.

(publicado en El Cuaderno digital el 8 de marzo de 2023)

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