Seminci. Punto de Encuentro
Es difícil precisar qué es lo que falla en ‘Sweet Dreams’, por qué se atasca la narración continuamente, qué es lo que hace que el cuidado con el que se elaboran sus elementos no confluya en una narración homogénea que supere la claustrofobia de la pantalla. La ambición con la que se proyecta y construye no está en absoluto a la altura de sus resultados.
La película que escribe y dirige la bosnia Ena Sendijarevic se desarrolla en un lugar impreciso de “las indias orientales neerlandesas”, hacia 1900. Nos encontramos con un marco colonial en decadencia, casi en quiebra, con los europeos pensando en la mejor forma de regresar a sus países con el botín bien repleto. La narración se esfuerza por dejar espacio a la geografía y al sentir de los aborígenes, inscribiendo su diferencia en el contraste abrupto con los occidentales. Todo es difícil e hiriente en el ambiente tropical: mosquitos, calor, incomunicación, naturaleza fuerte. Los aborígenes son una continuación de esas dificultades, sobre todo los sirvientes más cercanos, imposibles de comprender tras su aparente sumisión. La estética de la puesta en escena empuja esta sensación de inseguridad y desvarío con una fotografía en tonos anaranjados que colapsa los interiores, más una música chirriante de órgano. Vienen a la cabeza obras que se asientan en una incomprensión colonial parecida, en una renuncia a la equiparación racional entre culturas. ‘Pasaje a la India’ podría ser un ejemplo cásico en novela y cine. ‘Zama’, la gran novela de Antonio Di Benedetto que Lucrecia Martel consolidó en el cine es un ejemplo reciente. Pero es una altura a la que no consigue aproximarse en absoluto esta decepcionante y morosa ‘Sweet Dreams’, demasiado atenta a los detalles que no logran encajarse en el tapiz tropical al que aspira.
En cierta manera, la ucraniana ‘Stepne’ comparte con ‘Sweet Dreams’ el vaciamiento y extinción de un hogar. Pero la película que dirige con extremo cuidado Maryna Broda se sostiene sobre el hecho natural de un fallecimiento. La enfermedad terminal de una anciana que vive sola en un pequeño pueblo de Ucrania obliga a la presencia cuidadora de uno de sus hijos, que recupera en esos días postreros la vida de la casa y del pueblo, los recuerdos, las estrecheces, los amigos. La película no tiene más argumento que la espera de la muerte de la anciana y las ceremonias que despiden el cadáver, con un colofón de liquidación de la casa que estremece a quien lo haya sentido en carne propia. La casa se abre para que quien quiera se lleve algo y así prolongue el recuerdo de esa familia que se desarticula para siempre. Es una obra de pequeños detalles, casi sin más actores que la gente del pueblo, edificada sobre la pobreza doméstica y la desnudez del invierno. Una mirada sobria frente a un hogar que al final se vacía. Y una metáfora, no deseada por la realizadora (la película se rodó antes de la invasión rusa), sobre el gran hogar de Ucrania ante el que también se cierne la amenaza de la destrucción.