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Jorge Praga

Hoy empieza todo II

El cielo cada mañana

Wim Wenders llevaba décadas perdido en la niebla de la mediocridad y el olvido. Seguía haciendo cine, alternando ficción con documentales. Pero nunca lográbamos recuperar el aroma de aquel cineasta que nos deslumbró hace cincuenta años con Alicia en las ciudades o En el curso del tiempo, con aquellos personajes que deambulaban de ciudad en ciudad, dejándose llevar por una existencia errática a la que se anudaban con la hondura de la amistad o del amor. Añadamos su sabiduría para propagar la rareza de Patricia Highsmith en El amigo americano. Nimbado de gloria, se fue a Hollywood a finales de los setenta atraído por los proyectos de Coppola, y perdió para siempre su sabor y su diferencia. Aunque París, Texas sea una obra muy apreciable. Y en su vuelta a Alemania fuera capaz de componer aquella ternura metafísica de El cielo sobre Berlín. Pero se entrometieron muchos estrenos que la memoria se niega a albergar. Al menos en el campo documental dejó dos joyas, hijas directas de su capacidad para oír música y envolverla en la sociedad que la produce: el son cubano de Buena Vista Social Club, y las raíces del blues en El alma de un hombre. Y de repente, a sus 78 años, nos sorprende con esta fábula japonesa, con esta hazaña sobre lo cotidiano. Perfect Days es su título, robado a Lou Reed (hay más robos: Hirayama, el nombre del protagonista, lo es también del de Cuentos de Tokio, la obra maestra de Yasujiro Ozu).

Reducir la vida de su protagonista a sus rutinas domésticas y profesionales, a su soledad. Y por el contrario negar o esconder el nudo dramático, la lucha de contrarios que obliga y supone la narración. Esa es, en casi toda su extensión y concepción, la apuesta de Perfect Days. Dispone para ello de una cámara minuciosa, atenta a cada pequeño detalle, a cada objeto que manipula el protagonista. Y una estructura que se encabalga en la repetición y sus variaciones. Hirayama es un hombre de mediana edad que vive solo y trabaja en la limpieza de los servicios públicos de Tokio. Cada día es igual al anterior y al siguiente: minuciosidad y exigencia de sus tareas en alternancia con su tiempo ocioso de alimentación y descanso. Una puesta en escena rigurosa y matérica, que tal vez enganche al espectador por su mezcla de fragilidad y determinación. Un espectador que se ve inmerso en un doble desafío: ¿Logrará algún agente externo o alguna quiebra interna doblegar esa disciplina de samurái sin gloria? ¿Es esto la película, toda la película, en sus dos horas de duración?

Jeanne Dielman, 23, quai du Commerce, 1080 Bruxelles, aquella rareza de Chantal Akerman de 1975 que encabezó una lista de prestigio hace un año, podría tener un planteamiento parecido: más extremo, más seco, más repetitivo de las rutinas domésticas de una mujer. Sin guiños ni sonrisas. Su rigor sin fisuras no ofrecía más salidas que la explosión final de la angustia, explosión concentrada en el largo y sangriento plano final. Perfect Days renuncia a esa cárcel y se abre a los pequeños sentimientos, a las fallas de su personaje. A los retoños de arce rojo que rescata y cuida. Al aguante con su compañero de trabajo, torpe y enamorado. A la chica conmovida por el casete de Patti Smith. A los brotes de camaradería con el camarero de su copa diaria, con los compañeros de la sala de baños. Con la película avanzada y solidificada, una hendidura mayor irrumpe tras la familia de Hirayama y la sospecha de un pasado lujoso. Pero pronto volvemos a los pequeños accidentes diarios: un enfermo de cáncer terminal con el que ríe jugando con sus sombras, el amigo desconocido con el que intercambia mensajes ocultos tras un azulejo. Tal vez añoráramos una estructura más desnuda, sin esas sonrisas y guiños. Pero son la sal que permite mantener el chirrido de la narración. Poca sal, en cualquier caso, poco descentramiento. El centro sigue siendo esa vida estricta que encuentra la plenitud en los pequeños detalles del trabajo bien hecho. Una vida de aceptación estoica, desnuda. Ni plenamente oriental a la manera misteriosa de Ozu, ni rendida a la narrativa clásica occidental que precisa de la herida, del conflicto. Aquí el conflicto es su ausencia o su destierro, con la progresión dramática sustituida por el empeño en cada rasgo y detalle, cuanto más banal mejor. Los días perfectos son los que se escurren en su propia inanidad, los que se repiten entre la escoba que barre la acera y despierta a Hirayama y la lectura silenciosa que le conduce a su sueño en blanco y negro.

La grandeza con la que Hirayama debe seducir al espectador proviene, paradójicamente, de la libertad que alcanza con su vida programada. Él gobierna sin intromisiones sus decisiones y su destino. Él organiza el tiempo y sus detalles, pegado a la materialidad de su trabajo y de su organización doméstica. Una vida de pureza analógica que comienza por su oficio de limpiador: manos ágiles, cuerpo flexible, sacos, bayetas, espejos para llegar a la suciedad oculta. Su casa es un espacio reducido de uso múltiple, a la japonesa, donde cabe el botánico de los retoños de arce y los rituales del despertar, antes de mirar al cielo desde la puerta de la calle. El cielo de Confucio y el hombre arrojado de Heidegger. El guiño analógico se prolonga en la música gozosa que desde los casetes endulzan sus viajes laborales por Tokio, en los libros de segunda mano que adquiere con la complicidad de la librera, en la fotografía diaria de la luz entre los árboles –al fondo Smoke, con Harvey Keitel repitiendo cada mañana el encuadre- que luego debe aguardar el revelado del carrete. Hay teléfonos, pero solo los imprescindibles, nunca son smartphone. El mundo está al alcance de sus manos, de sus piernas cuando monta en bicicleta. Su mente y su cuerpo son la totalidad de su ser, sin influencias exteriores que no sean la música que elige, las novelas que lee, el calendario que se fija. Más las sorpresas del azar y el reflujo del tiempo pasado. Pero ningún algoritmo digital condiciona a Hirayama ni almacena sus decisiones, ninguna pantalla se interpone en su observación ni rompe su ámbito presencial. El rigor analógico de su vida tiene entonces ese premio sorprendente y añadido de la libertad, la libertad que carga su sonrisa hasta saturar el plano final.

(Publicado en El Cuaderno digital el 1 de febrero de 2024)

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